Quizá ahora empezará a echarse en falta el ímpetu de la anterior consellera de Interior de la Generalitat, Montserrat Tura. Se propuso sacar la prostitución de la calle y regular por ley del Parlament de Catalunya esta actividad dentro de los prostíbulos autorizados, sometidos a normas estipuladas. Llegó a visitar por sorpresa, acompañada de los Mossos d’Esquadra a sus órdenes, algunos conocidos prostíbulos del Alt Empordà para comprobar el respeto a la normativa. A continuación, en el segundo Govern tripartito, del president Montilla, fue destinada a la Conselleria de Justícia.
Nunca ha sido una cuestión fácil de resolver, pero algunos gobiernos han avanzado soluciones con más determinación que otras, ante la fuerza del mercado de una de las actividades alegales o ilegales más poderosas y crueles. Las estadísticas admiten que los beneficios de los organizadores del negocio de la prostitución han pasado por delante de la droga, solo superados por el del tráfico de armas.
Del cálculo de 300.000 prostitutas en ejercicio en España, el 90% son extranjeras y el 80% dependen de mafias que las explotan de la forma más criminal, una auténtica esclavitud del siglo XXI. También es uno de los sectores que más dinero invierten en publicidad a través de prensa diaria, revistas especializadas y páginas web.
La prostitución de la alta sociedad adopta otros nombres y a veces incluso descubrimos en ella un cierto glamur. La de la clase media se autorregula con discreción, como explica el reciente libro de Julià Peiró La Sra. Rius de moral distraída (el servicio de la Sra. Rius aparecía ayer mismo en las páginas de anuncios clasificados de este periódico). La prostitución que escandaliza es la del último escalón, donde la esclavitud se produce de un modo más estentóreo, tentacular y salvaje, entre los palos de ciego de unas autoridades que dejan hacer y de vez en cuando ponen multas de tráfico a la parte más débil e indefensa de todas.