El incremento de las agresiones sexistas
La explicación más irritante de los ataques a mujeres es la que achaca la culpa a las propias víctimas
Lidia Falcón Abogada Desconcierta leer los análisis acerca del deplorable aumento de la violencia contra las mujeres que se ha producido este año y que se afirme que el aumento de la violencia está relacionado con la crisis económica. Cuando hace 10 años la media de mujeres muertas anualmente a manos de hombres era de 60 a 80, ¿qué crisis vivíamos? El año de cifras más bajas de asesinadas, con solo 52, fue el 2009, cuando nos encontrábamos en el punto álgido de la crisis. El mayor número de víctimas hasta ahora –documentadas– es del 2006, cuando ni siquiera se avistaba la crisis.
Asombra más que ninguno de los expertos se explique a qué se debe que, mientras aumentan los feminicidios, las denuncias disminuyen, e indignación produce que se explique la desatención de las víctimas diciendo que solo habían denunciado 6 de las 33 asesinadas hasta aquel momento –según cifras oficiales, que siempre son más modestas que las que contabilizamos las organizaciones feministas–, además de las dos gravemente heridas que no engrosarán la estadística, ya demasiado abultada para permitir la comodidad de los ministerios responsables.
Esas seis mujeres, cuya pequeñez numérica resulta despreciable para los analistas del fenómeno, habían confiado en la protección que debía prestarles el Estado democrático y avanzado de nuestro país. Acudieron a la policía, esperaron resolución judicial, y alguna, como la hija de la víctima del 30 de junio en La Guancha (Tenerife), obtuvo una orden de alejamiento de su verdugo y este se vengó asesinando a la madre, a la que, para mayor escarnio, había amenazado de muerte repetidamente. Diversos testigos –reza la crónica periodística– explicaron a las autoridades que el agresor había golpeado la puerta de la vivienda en varias ocasiones y amenazado a sus habitantes. Pero ninguna de las dos, ni la hija –que pudo huir– ni la madre, obtuvieron una protección eficaz frente al enemigo, un solo hombre armado de un palo. Esas seis mujeres abandonadas por las fuerzas del orden, por la Administración de justicia, por el delegado del Gobierno, instituciones todas que hemos constituido para que nos protejan en cumplimiento del mandato constitucional, fueron olvidadas a su suerte en su propio pueblo y en su propio domicilio. Y a ninguno de los que tenían la obligación de velar por su seguridad se les pedirán responsabilidades, ni administrativas ni penales, ni se indemnizará a los herederos de las víctimas. ¿Es tan sorprendente, por tanto, que las otras 26 mujeres asesinadas no presentaran denuncia?
Una de las explicaciones más irritantes sobre la causa de la masacre de mujeres es la que achaca la culpa a la propia víctima. Diariamente la televisión nos transmite el mensaje de la ministra de Igualdad, de la consellera de Benestar Social o del delegado del Gobierno, instando a las mujeres a denunciar el maltrato. El tono, las palabras y la intención del comunicado indican que solo la mujer es la responsable de que no se la haya podido proteger. Ella es confiada, imprudente, corta de luces, no atiende las señales de peligro, cree las estúpidas promesas del maltratador y, sobre todo, llevada de un romanticismo absurdo, está enamorada de él y le perdona cualquier violencia. Pero ¿a quién se deben achacar las consecuencias de esa violencia cuando en más de una y de cien ocasiones, a instancias mías, una clienta de mi bufete presenta denuncia y la policía se limita a escribirla y decirle que regrese a casa, que ya citarán al marido? Y ¿a quién hay que achacar la culpa del trágico resultado de la violencia continuada que un hombre ejerce sobre su mujer cuando después de ¡años! de tramitar procedimientos –penales y civiles– contra un maltratador, este resulta absuelto y regresa a la casa para asesinar a la que tuvo la osadía de enfrentarse a él?
La campaña sostenida que han realizado las asociaciones de hombres separados asegurando que las mujeres presentan denuncias falsas, apoyados muy eficazmente por varios jueces y fiscales, ha tenido éxito. Las consecuencias de esa persecución a que los machistas de toda laya han sometido a sus víctimas las estamos viviendo ahora. Ante esta ofensiva, tanto las instituciones como la sociedad deberían haber sido más beligerantes. Era inaceptable que se difundieran diariamente en los medios de comunicación las declaraciones de hombres que aseguraban ser ellos las víctimas de maltrato, que fuesen invitados a programas de televisión y de radio, incluyendo las cadenas públicas, a exponer historias dramáticas de persecución e injusticia, y que, en el colmo de la parcialidad, fiscales y jueces asegurasen que el fenómeno de las denuncias falsas estaba muy extendido. El resultado es que cada vez más se archivan las causas sin investigación alguna, cada vez hay más absoluciones y cada vez se desatiende en mayor proporción a las denunciantes, a las que se considera mentirosas y aprovechadas. ¿Puede, entonces, sorprender que las mujeres que sufren maltrato no denuncien? ¿Puede alguien, en consecuencia, sorprenderse de que el número de víctimas haya aumentado
Asombra más que ninguno de los expertos se explique a qué se debe que, mientras aumentan los feminicidios, las denuncias disminuyen, e indignación produce que se explique la desatención de las víctimas diciendo que solo habían denunciado 6 de las 33 asesinadas hasta aquel momento –según cifras oficiales, que siempre son más modestas que las que contabilizamos las organizaciones feministas–, además de las dos gravemente heridas que no engrosarán la estadística, ya demasiado abultada para permitir la comodidad de los ministerios responsables.
Esas seis mujeres, cuya pequeñez numérica resulta despreciable para los analistas del fenómeno, habían confiado en la protección que debía prestarles el Estado democrático y avanzado de nuestro país. Acudieron a la policía, esperaron resolución judicial, y alguna, como la hija de la víctima del 30 de junio en La Guancha (Tenerife), obtuvo una orden de alejamiento de su verdugo y este se vengó asesinando a la madre, a la que, para mayor escarnio, había amenazado de muerte repetidamente. Diversos testigos –reza la crónica periodística– explicaron a las autoridades que el agresor había golpeado la puerta de la vivienda en varias ocasiones y amenazado a sus habitantes. Pero ninguna de las dos, ni la hija –que pudo huir– ni la madre, obtuvieron una protección eficaz frente al enemigo, un solo hombre armado de un palo. Esas seis mujeres abandonadas por las fuerzas del orden, por la Administración de justicia, por el delegado del Gobierno, instituciones todas que hemos constituido para que nos protejan en cumplimiento del mandato constitucional, fueron olvidadas a su suerte en su propio pueblo y en su propio domicilio. Y a ninguno de los que tenían la obligación de velar por su seguridad se les pedirán responsabilidades, ni administrativas ni penales, ni se indemnizará a los herederos de las víctimas. ¿Es tan sorprendente, por tanto, que las otras 26 mujeres asesinadas no presentaran denuncia?
Una de las explicaciones más irritantes sobre la causa de la masacre de mujeres es la que achaca la culpa a la propia víctima. Diariamente la televisión nos transmite el mensaje de la ministra de Igualdad, de la consellera de Benestar Social o del delegado del Gobierno, instando a las mujeres a denunciar el maltrato. El tono, las palabras y la intención del comunicado indican que solo la mujer es la responsable de que no se la haya podido proteger. Ella es confiada, imprudente, corta de luces, no atiende las señales de peligro, cree las estúpidas promesas del maltratador y, sobre todo, llevada de un romanticismo absurdo, está enamorada de él y le perdona cualquier violencia. Pero ¿a quién se deben achacar las consecuencias de esa violencia cuando en más de una y de cien ocasiones, a instancias mías, una clienta de mi bufete presenta denuncia y la policía se limita a escribirla y decirle que regrese a casa, que ya citarán al marido? Y ¿a quién hay que achacar la culpa del trágico resultado de la violencia continuada que un hombre ejerce sobre su mujer cuando después de ¡años! de tramitar procedimientos –penales y civiles– contra un maltratador, este resulta absuelto y regresa a la casa para asesinar a la que tuvo la osadía de enfrentarse a él?
La campaña sostenida que han realizado las asociaciones de hombres separados asegurando que las mujeres presentan denuncias falsas, apoyados muy eficazmente por varios jueces y fiscales, ha tenido éxito. Las consecuencias de esa persecución a que los machistas de toda laya han sometido a sus víctimas las estamos viviendo ahora. Ante esta ofensiva, tanto las instituciones como la sociedad deberían haber sido más beligerantes. Era inaceptable que se difundieran diariamente en los medios de comunicación las declaraciones de hombres que aseguraban ser ellos las víctimas de maltrato, que fuesen invitados a programas de televisión y de radio, incluyendo las cadenas públicas, a exponer historias dramáticas de persecución e injusticia, y que, en el colmo de la parcialidad, fiscales y jueces asegurasen que el fenómeno de las denuncias falsas estaba muy extendido. El resultado es que cada vez más se archivan las causas sin investigación alguna, cada vez hay más absoluciones y cada vez se desatiende en mayor proporción a las denunciantes, a las que se considera mentirosas y aprovechadas. ¿Puede, entonces, sorprender que las mujeres que sufren maltrato no denuncien? ¿Puede alguien, en consecuencia, sorprenderse de que el número de víctimas haya aumentado