Cuando la reflexión íntima hace posible encontrarnos de frente con nuestras más solventes soledades, es fácil llegar a la conclusión de que demasiados actos de la vida son episodios de un permanente culebrón sobreactuado.
Demasiadas veces la convivencia y sus consecuencias nos convierten en diminutos actrices o actores, hámsters girando sobre una rueda sin fin, enjaulados por relaciones que lo único que aportan es más aceite para que esa rueda nos fuerce, con más agilidad y perversión, a insistir en la permanente fatiga del avance hacia la nada.
La mejor puerta de salida de esa jaula es la indiferencia, esa actitud que toma su mayor fuerza y dignidad cuando brota desde la indignación.
La indiferencia es el "apaga y vámonos" de la convivencia, el amianto que nos protege de los fuegos con los que otros quieren asar y condimentar nuestros sentimientos y de venires. Porque el amor y el odio, aunque sea desde extremos bien opuestos, siempre aproximan; porque lo único que definitivamente separa es la indiferencia.
Luchar contra lo que no interesa es una opción muy personal. Pero la lucha muchas veces provoca la contrarréplica, el uno frente al otro: la rueda de las malditas historias interminables.
La indiferencia es envolverse de la suficiente indignación para irse sin ruido, recuentos ni historia. Es el adiós de boca cerrada, aquella en la que, como dice el dicho popular, no entran moscas.
Angela Becerra