Aparece Belén Esteban operada de la nariz y sube la audiencia televisiva. Surge un rapero ex presidiario y lo votan para que compita entre los finalistas para representar a TVE en Eurovisión. Una minoría de estudiantes insulta a un ex presidente de Gobierno y este les responde con un gesto obsceno. ¿Estamos definitivamente ante la entronización de la vulgaridad?
Lo grave no es que se repitan esos episodios, sino que sean jaleados desde distintos medios. La señora Belén Esteban, que se opera la nariz, es llamada "la princesa del pueblo" y logra su "minuto de oro" en TV5 el día 18 de diciembre del 2009, a las 23.34 horas, en el programa Sálvame Deluxe, con más de seis millones de espectadores.
Los ejemplos de una vulgarización que va del lenguaje a la imagen, del frikismo televisivo al populismo político, son habituales. The New York Times alertaba ya en 1972 del aumento del vocabulario vulgar en la televisión. Y hace más de diez años el profesor Fernando Lázaro Carreter se refería a la "anemia idiomática" que se traduce en una "pobreza mental y lingüística" cada vez más acentuada. Es un fenómeno archiconocido, que nos retrotrae al debate ya antiguo entre la alta cultura y la cultura de masas, entre los apocalípticos y los integrados de Umberto Eco. Pero ahora empieza a ponerse un listón por la parte baja. Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación Juan March, considera que "una cosa es la vulgaridad entendida como una ruptura entre la cultura de élite y la cultura popular o folklórica, y otra muy distinta la zafiedad". Gomá dice que "no sería justo poner en el mismo plan la actitud zafia y sin valor de un ex presidiario, por mucho que sea en una TVE pública, y por ejemplo una muestra de arte pop como el tomate Campbell de Warhol, que es una obra de arte". Para este ensayista, que acaba de publicar el libro Ejemplaridad pública (Ed. Taurus, 2009), existe una vulgarización democrática de la cotidianidad que "es el resultado del matrimonio entre el igualitarismo, que supone el fin de la jerarquía, y la liberación, que implica la exaltación de la espontaneidad, y esta es una categoría cultural, exclusiva del siglo XX". Por eso, pide un respeto para esta vulgarización, "pero no para un personaje llamado Cobra que es anacrónico y anticuado".
Los límites entre zafiedad/grosería y vulgaridad/populismo no están claros. Cuando al principio de Gran Hermano se planteó ese debate, surgieron algunos defensores, como el filósofo Gustavo Bueno, que veían en ese programa un laboratorio de conductas sociales y reacciones psicológicas. Bueno desviaba el debate hacia otros derroteros: "No se puede creer que los ciudadanos se formarán a base de canciones de Sabina", para denostar otras formas de la cultura popular procedentes del ámbito progresista. Pero una década después, el filósofo ya no quiere saber nada de Gran Hermano y parece que sólo su presentadora Mercedes Milà lo sigue defendiendo.
Pero hasta qué punto puede extenderse ese concepto de la vulgaridad a políticos como Aznar o Berlusconi, o Alfonso Guerra y Leire Pajín cuando entran también en el terreno de las descalificaciones. Hace dos años cuando Chikilicuatre, un invento de la factoría de Andreu Buenafuente, se presentó a Eurovisión se habló del auge de los frikis, pero ahora comparado con John Cobra se ve como una propuesta transgresora.
Jordi Costa, periodista y crítico de cine, ve la cuestión con otros matices. "El Cobra es un microfenómeno que surge de internet y se cuela en una gala de TVE saltándose los filtros, porque TVE había desestimado antes a Karmele Marchante, pero no se dio cuenta de esa otra intoxicación". Para Costa, comisario de la exposición Cultura basura: una espeleología del gusto, "hasta cierto punto es gratificante que se introduzca un factor de desorden en un espacio tan previsible como Eurovisión, que es completamente kitsch y basura. De hecho el ganador es como una porcelana de Lladró que representa un canon estético horroroso". Otra cosa, añade, es que Cobra presenta "una ideología y unas maneras preocupantes".
El profesor Fermín Bouza escribía ya en la Revista de Occidente (2001) que no tenía sentido la polémica sobre los medios de comunicación como principales inductores de esa nueva cultura basura. Por el contrario, lo atribuía a una triple confluencia comercial, ideológica y cultural. Por un lado, existe el complejo sistema comercial que rodea a los medios de comunicación, donde funciona la conexión audiencia/publicidad/contenidos. A ello se suma, según Bouza, una cierta filosofía espontánea que se sustenta en un pesimismo histórico de largas raíces y una pérdida de las claves comunitarias (desaparición de comunidades vecinales, políticas, culturales, sindicales) que favorece la búsqueda del otro perdido en la soledad urbana. Y la prensa rosa, la televisión e internet lo "explotan adecuadamente contándonos la vida de los otros". Pero Bouza nos redime al considerar que la novedad ahora es que "lo sabemos casi todo de nosotros mismos, incluso nuestra desolación de mirones solitarios, de pesimistas antropológicos, de víctimas de un sistema implacable de ventas eficientes. Lo sabemos y jugamos. Ahora comienza a aparecer claro el estatuto ludens del hombre de principio de siglo". Es decir, el autor plantea una "semiaceptación de la basura" por parte de ese "nuevo y perverso jugador". A pesar de todo, en su ensayo Cultura y gusto al inicio del siglo XXI: sociología de la basura, expresa cierta incomodidad a título personal y añora una vuelta al pensamiento crítico.
Otra aparente novedad, que no lo sería, es el papel de los políticos, tanto en su lenguaje como en sus actitudes. Javier Gomá denuncia el caso de los políticos que muchas veces diferencian entre su dimensión pública, donde predican la ejemplaridad, y su vida personal, donde siguen un lenguaje propio de la liberación, y consideran que en ese apartado pueden hacer lo que quieren. "Es lo que pasa con Berlusconi, que aspira a la ejemplaridad pero luego lleva una vida privada poco ejemplar. Es verdad que tiene derecho a su vida privada, pero en términos morales no puede haber contradicciones. Si las hay se enfrentará a su propia conciencia, pero el ciudadano detecta también esas falsedades. Esa doble moral provoca estragos".
Hay quien añora una recuperación de la autoridad para frenar la banalización. Pero Gomá recuerda que "la revolución de los 60 y 70 no tiene precedentes ni marcha atrás, ha cancelado las sociedades jerárquicas y el principio de autoridad. Una vez desautorizado el principio de la coacción sólo queda la vía de la persuasión". Si un hijo no reconoce en su padre una cierta ejemplaridad no le concederá autoridad. Y lo mismo podemos decir de profesores y políticos. "Después de la liberación –dice Gomá– debemos afrontar la emancipación, pero ese cambio de mentalidad no va a ser para ese lunes".
Los ejemplos de una vulgarización que va del lenguaje a la imagen, del frikismo televisivo al populismo político, son habituales. The New York Times alertaba ya en 1972 del aumento del vocabulario vulgar en la televisión. Y hace más de diez años el profesor Fernando Lázaro Carreter se refería a la "anemia idiomática" que se traduce en una "pobreza mental y lingüística" cada vez más acentuada. Es un fenómeno archiconocido, que nos retrotrae al debate ya antiguo entre la alta cultura y la cultura de masas, entre los apocalípticos y los integrados de Umberto Eco. Pero ahora empieza a ponerse un listón por la parte baja. Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación Juan March, considera que "una cosa es la vulgaridad entendida como una ruptura entre la cultura de élite y la cultura popular o folklórica, y otra muy distinta la zafiedad". Gomá dice que "no sería justo poner en el mismo plan la actitud zafia y sin valor de un ex presidiario, por mucho que sea en una TVE pública, y por ejemplo una muestra de arte pop como el tomate Campbell de Warhol, que es una obra de arte". Para este ensayista, que acaba de publicar el libro Ejemplaridad pública (Ed. Taurus, 2009), existe una vulgarización democrática de la cotidianidad que "es el resultado del matrimonio entre el igualitarismo, que supone el fin de la jerarquía, y la liberación, que implica la exaltación de la espontaneidad, y esta es una categoría cultural, exclusiva del siglo XX". Por eso, pide un respeto para esta vulgarización, "pero no para un personaje llamado Cobra que es anacrónico y anticuado".
Los límites entre zafiedad/grosería y vulgaridad/populismo no están claros. Cuando al principio de Gran Hermano se planteó ese debate, surgieron algunos defensores, como el filósofo Gustavo Bueno, que veían en ese programa un laboratorio de conductas sociales y reacciones psicológicas. Bueno desviaba el debate hacia otros derroteros: "No se puede creer que los ciudadanos se formarán a base de canciones de Sabina", para denostar otras formas de la cultura popular procedentes del ámbito progresista. Pero una década después, el filósofo ya no quiere saber nada de Gran Hermano y parece que sólo su presentadora Mercedes Milà lo sigue defendiendo.
Pero hasta qué punto puede extenderse ese concepto de la vulgaridad a políticos como Aznar o Berlusconi, o Alfonso Guerra y Leire Pajín cuando entran también en el terreno de las descalificaciones. Hace dos años cuando Chikilicuatre, un invento de la factoría de Andreu Buenafuente, se presentó a Eurovisión se habló del auge de los frikis, pero ahora comparado con John Cobra se ve como una propuesta transgresora.
Jordi Costa, periodista y crítico de cine, ve la cuestión con otros matices. "El Cobra es un microfenómeno que surge de internet y se cuela en una gala de TVE saltándose los filtros, porque TVE había desestimado antes a Karmele Marchante, pero no se dio cuenta de esa otra intoxicación". Para Costa, comisario de la exposición Cultura basura: una espeleología del gusto, "hasta cierto punto es gratificante que se introduzca un factor de desorden en un espacio tan previsible como Eurovisión, que es completamente kitsch y basura. De hecho el ganador es como una porcelana de Lladró que representa un canon estético horroroso". Otra cosa, añade, es que Cobra presenta "una ideología y unas maneras preocupantes".
El profesor Fermín Bouza escribía ya en la Revista de Occidente (2001) que no tenía sentido la polémica sobre los medios de comunicación como principales inductores de esa nueva cultura basura. Por el contrario, lo atribuía a una triple confluencia comercial, ideológica y cultural. Por un lado, existe el complejo sistema comercial que rodea a los medios de comunicación, donde funciona la conexión audiencia/publicidad/contenidos. A ello se suma, según Bouza, una cierta filosofía espontánea que se sustenta en un pesimismo histórico de largas raíces y una pérdida de las claves comunitarias (desaparición de comunidades vecinales, políticas, culturales, sindicales) que favorece la búsqueda del otro perdido en la soledad urbana. Y la prensa rosa, la televisión e internet lo "explotan adecuadamente contándonos la vida de los otros". Pero Bouza nos redime al considerar que la novedad ahora es que "lo sabemos casi todo de nosotros mismos, incluso nuestra desolación de mirones solitarios, de pesimistas antropológicos, de víctimas de un sistema implacable de ventas eficientes. Lo sabemos y jugamos. Ahora comienza a aparecer claro el estatuto ludens del hombre de principio de siglo". Es decir, el autor plantea una "semiaceptación de la basura" por parte de ese "nuevo y perverso jugador". A pesar de todo, en su ensayo Cultura y gusto al inicio del siglo XXI: sociología de la basura, expresa cierta incomodidad a título personal y añora una vuelta al pensamiento crítico.
Otra aparente novedad, que no lo sería, es el papel de los políticos, tanto en su lenguaje como en sus actitudes. Javier Gomá denuncia el caso de los políticos que muchas veces diferencian entre su dimensión pública, donde predican la ejemplaridad, y su vida personal, donde siguen un lenguaje propio de la liberación, y consideran que en ese apartado pueden hacer lo que quieren. "Es lo que pasa con Berlusconi, que aspira a la ejemplaridad pero luego lleva una vida privada poco ejemplar. Es verdad que tiene derecho a su vida privada, pero en términos morales no puede haber contradicciones. Si las hay se enfrentará a su propia conciencia, pero el ciudadano detecta también esas falsedades. Esa doble moral provoca estragos".
Hay quien añora una recuperación de la autoridad para frenar la banalización. Pero Gomá recuerda que "la revolución de los 60 y 70 no tiene precedentes ni marcha atrás, ha cancelado las sociedades jerárquicas y el principio de autoridad. Una vez desautorizado el principio de la coacción sólo queda la vía de la persuasión". Si un hijo no reconoce en su padre una cierta ejemplaridad no le concederá autoridad. Y lo mismo podemos decir de profesores y políticos. "Después de la liberación –dice Gomá– debemos afrontar la emancipación, pero ese cambio de mentalidad no va a ser para ese lunes".