23 Ago 2009
EL CULTO A LA PASTILLA
JOAN BARRIL
Una encuesta reciente indica que casi un tercio de los niños menores de 14 años toman constantemente algún medicamento. El culto a la pastilla tiene, en el primer mundo, una explicación básica. Cada vez soportamos menos el dolor y consideramos el más mínimo trastorno del cuerpo como una enfermedad. El mecanismo de esa creciente hipocondría es así de fácil: hay unos síntomas leves de cualquier etiología. Los divulgadores de la industria farmacéutica se encargan de aislarlos y de encontrar una relación causa-efecto para esos síntomas. Se les busca un nombre y se publicita. El nombre hace a la cosa. Ya tenemos una enfermedad catalogada. Y casi al mismo tiempo ya disponemos de un fármaco espe- cífico para una enfermedad que anteriormente no existía como tal. La publicidad se encargará de demostrar que hay un antes y un después del consumo de la pastilla milagrosa. Ni siquiera hace falta ir al médico: "Consulte con su farmacéutico". Y la salud se recupera.
Porque no soportamos el dolor vamos viviendo en una sociedad anal- gésica y pasiva. No hay temor mayor que el que nos ofrece nuestro propio cuerpo. De ahí la necesidad de entrenarlo. Este mismo periódico nos ofrece unos juegos de ingenio cuya práctica nos va a hacer más inteligentes. Otros juegos electrónicos consideran que el cerebro debe alimentarse mediante el ejercicio sistemático de sudokus y de asociaciones de imágenes. A mayor rapidez de resolución, más inteligencia. Alimentar el cerebro parece una buena causa. ¿Si alimentamos al gato y a los peces, cómo vamos a renunciar a alimentar nuestro propio cerebro?
En esa civilización higienista, nadie ha tenido presente que tal vez la alimentación cerebral proviene de la imaginación, de la lectura, de la paciencia, de la autoestima y no exclusivamente de la compulsiva resolución de problemas mecánicos. La pastilla no solo es la manera exacta de combatir la enfermedad. También es la panacea que ha de sustituir nuestra falta de voluntad. Jóvenes que se dejan llevar por el hábito del tabaco y que afirman con toda naturalidad que lo dejarán cuando aparezca la pastilla que les hará abandonar el tabaquismo. Conductores que llevan en la guantera extraños brebajes que, según la etiqueta, disminuirán su alcoholemia ante un eventual control de tráfico. ¿Para qué la voluntad, si la farmacopea nos salvará de todo mal? ¿Para qué la abstinencia, si en algún laboratorio ya se está concibiendo el remedio a nuestros excesos? ¿Para qué esforzarnos en la comprensión del mundo, si lo importante es vencer a la máquina de la inteligencia con el pretexto de un juego solitario?
Hasta hace poco, la búsqueda de la salud, de la limpieza y de la autoformación eran parte de los deberes individuales. Hoy cuidarse del cuerpo es pensar que hay productos que nos cuidarán sin el más mínimo esfuerzo. Ahí donde antes solo existía la lejía hoy se encuentran fragancias y aromas que nos dan placer. Lo que antes era una necesidad de supervivencia hoy es la quimera hacia el cuerpo perfecto. Y en nuestra exigencia no podemos permitirnos ni un gramo de más, ni un cabello de menos, ni un dolor inesperado, ni una lágrima de nostalgia ni el olvido alarmante de un número de teléfono. Porque todo eso tiene nombres agoreros: obesidad, alopecia, depresión, alzhéimer. Todos los miedos en el mismo miedo, que ya no es solo la muerte, sino la degradación. Antes los creyentes acudían al sagrario. Hoy los cuerpos que se quieren perfectos van al botiquín.