| En 1968 yo estudiaba en Barcelona, en la escuela Superior de Arquitectura, junto a la Diagonal. Recuerdo, sobre todo, la espléndida vista de la ciudad, abierta al mar, desde el último piso, que ocupaba por completo la cafetería. Allí es donde pasé las más y mejores horas de aquellos tres años. Años difíciles, contagiados del mayo de París en un continuo correr por entre las facultades ante los grises, las fuerzas policiales de aquella época.
En realidad, correr corrí poco, porque yo no era un manifestante auténtico. Nunca me han gustado demasiado las aglomeraciones, siquiera estudiantiles; nunca he sido valiente en ese sentido. O quizá he preferido otras vías de compromiso.
Pero la cafetería sí la frecuentaba, y allí pasé horas interminables discutiendo sobre el régimen del dictador Franco (mirando de reojo la mesa contigua, por si las moscas) o escribiendo mis primeras canciones. Todo con tal de no volver a la pensión (ese nombre es incluso excesivo para aquel caserón sombrío de la avenida República Argentina), donde sólo podía hacer algo mejor que dormir, dado que estudiaba poco o nada: tocar la guitarra.
De hecho, la pensión la elegí yo, con lo que hoy llego a la conclusión de que mi adolescencia se adornó de puestas en escena tendentes al dramatismo, al fatalismo romántico del siglo XIX. Esas escenificaciones son típicas de las personas con pretensiones trascendentes. Y yo, no me pregunten por qué, yo las tenía.
En mis primeras canciones morían personas (principalmente y de forma recurrente mi padre), y en ellas el amor aparecía como algo puro, blanco (es decir, sin derecho a roce). Estas últimas las cantaba ante mi madre, que gustaba de tales concepciones. A lo largo de muchos años de mi vida he tenido que luchar (y no digo yo que haya ganado la batalla), entre la realidad como opción y la concepción ideal de las cosas, de los instintos y los sentimientos.
En aquellos momentos mis canciones reflejaban algo que hoy me produce ternura: a duras penas intentaba liberarme de los influjos familiares, de mi educación pequeño burguesa, expresión muy de aquella época. Con ese bagaje en negativo, de desandar camino, me presenté un día ante Lluís Llach, las canté, y al parecer, superé la prueba, porque le acompañé luego a lo largo de dos años, como explicaré más adelante.
Pero antes, con esas mismas canciones, que el entrañable Salvador Escamilla rechazó para su programa Radioscope de Radio Miramar por tristes -en sus propas palabras- había tenido acceso al manager de un entonces prometedor Joan Manuel Serrat, y me había aceptado que cantara tres de ellas en un recital que dió en octubre de 1968 en Terrassa, mi ciudad. Esa fue mi primera aparición en público, y nunca les estaré suficientemente agradecido a Serrat y a su agente, el inefable Lasso de la Vega.
Por aquel entonces, no era raro que los cantantes que empezaban a funcionar ante auditorios serios y aún iban cortos de repertorio, dieran cabida a un cantante local para que rellenara, como telonero, el espectáculo, aligerando la responsabilidad del protagonista. A la vez, era una espléndida oportunidad para quien, de otra manera, no podría nunca estrenarse ante una platea llena.
Creo que algo en mí aprovechó la ocasión en aquel teatro. Más allá de los condescendientes aplausos del público, esa noche de otoño decidí que quería ser artista. Saludé fugazmente a Serrat (ahí empezó un proceso de fascinación que duró largos años), y al volver a casa reordené las canciones, compuse algunas nuevas, y conseguí un par de direcciones de Barcelona. Una de ellas era el piso-despacho de Núria Batalla, comanager, con Joan Molas, de Lluís Llach.
Llamé, me citaron para una prueba, y cuando una mañana me presenté con la guitarra, me abrió la puerta el propio Lluís, que también esperaba a Núria. Le puse al corriente, me hizo pasar y, creo que ante la eventualidad de una espera demasiado larga, él mismo decidió realizar la prueba. Me dijo que cantara y agarró lápiz y papel.
Después de media hora me dijo que ya era suficiente. Yo había pasado un mal rato extraordinario, pero él estuvo sumamente correcto, cálido, y me lo puso fácil. Finalmente me dijo que sí, que le gustaría que yo cantara con él.
Me sentí un triunfador, le di la mano y me volví, radiante, a la pensión, con mi guitarra valenciana. Antes de dejar el piso pude echar una ojeada a las anotaciones de Lluís: eran simplemente puntuaciones, al estilo del bachillerato. Fueron mis mejores notas de aquel año.
Aparentemente, había ganado mi primera batalla.
Todo había empezado en el verano del 65, en Navarrés, el pueblo valenciano donde, casi por azar, yo había nacido con la llegada del medio siglo. Mi abuelo era músico aficionado, tocaba varios instrumentos, y en tiempos había puesto en marcha la banda musical del pueblo. El tío Batisté, como se le conocía en el pueblo, me transmitió su amor por la música en sesiones entrañables de violín durante los veranos que yo recalaba en Navarrés, que eran todos. Cuando él tocaba era un pequeño acontecimiento, y aún era más fascinante verle afinar con aquel mimo el instrumento que guardaba en un estuche negro sobre el armario de su despacho.
Todo lo que vale cuesta, dicen. Ahorré 700 pesetas dando clases de matemáticas a peores estudiantes que yo, y me fui a Xàtiva (entonces Játiva), a 30 kilómetros, a comprarme una guitarra. Recuerdo perfectamente el olor de la madera y la marquetería de marfil, más que su propio sonido. Mis recuerdos son más sensoriales, sinestésicos, que auditivos o visuales.
La cuestión es que subí al autocar que iba a Játiva, compré la guitarra española, con su funda de lona a cuadros escoceses... y perdí el autocar de vuelta al pueblo. Tuve que hacer el camino medio andando, medio en autoestop, bajo una borrasca veraniega típica de aquellos lares. Llegué calado a casa, pero feliz con mi trofeo y el olor a carretera fresca y a lona sobre mi hombro.
En esa primera guitarra descubrí donde estaba el do, el mi, el la, etc. Mi abuelo Batisté me enseñó mis primeros tres acordes, tónica, dominante y subdominante. Esa misma noche construí una melodía. Era un ripio, pero a mí, aterido bajo la manta, me pareció maravillosa. Era mía.
Batisté murió antes de saber que un día un nieto le iba a tomar el relevo. Que yo iba a ser el primero, pues luego también mis hermanos Agustí y Jordi se iban a dedicar en cuerpo y alma a la música, así como algunos de sus propios hijos. Agustí se decantó por el teatro y el music-hall (hoy es director de la delegación de l'Institut del Teatre en Terrassa), y Jordi ha sido concertista de violín y concertino de diversas orquestas, y hoy empieza a destacar internacionalmente como tenor verdiano.
Pero en aquel otoño del 68, feliz y de vuelta a la soledad de mi cuarto en la Republica Argentina, cantando L'estaca de Lluís Llach por lo bajini, todo eso estaba por llegar.
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