Lo que la mayoría entendemos como música ha dejado de ser un bien cultural para convertirse en un subproducto comercial del que viven cantidades ingentes de personas sin talento alguno. No hay que ser muy lumbreras para darse cuenta de esto, tan sólo es necesario sintonizar cualquier radio de esas que se pasan el día repitiendo machaconamente los pseudo-éxitos del momento para constatar que el nivel musical de la mayoría de los más famosos intérpretes está por los suelos, salvo contadas y sorprendentes excepciones que se apartan de los círculos comerciales y que ayudan a no perder del todo la fe en este preciado arte. A la industria musical parece no quitarle mucho sueño la calidad de sus productos y lleva tiempo preocupada única y exclusivamente en la inminente desaparición de su sistema de distribución tradicional siendo sustituido por otros mucho más acordes con nuestro tiempo, o en cazar a usuarios de redes P2P de todas las edades para meterles el miedo en el cuerpo por la presunta ilegalidad de sus acciones.
El público en general debería recapacitar un poco. Probablemente estemos más tiempo del necesario debatiendo e indignándonos con las entidades gestoras de derechos de autor, sin darnos cuenta que un problema igual de grande al canon digital pueda ser la baja calidad del producto que estemos adquiriendo, o mejor dicho, que nos están vendiendo. Y por último, los medios de comunicación, especialmente la televisión. Lejos de buscar la calidad interpretativa, la práctica totalidad de ellos tienen como principales objetivos la creación de figuras mediáticas que a base de sacarlas constantemente en antena puedan ser colocadas en las más altas cimas de la gloria. Otra meta de las televisiones es que sus espectadores descarguen en forma de politono las más aberrantes melodías de los grupos de moda, fomentándolas repetidamente y sin piedad en todos y cada uno de los programas de la parrilla, actividad que dicho sea de paso, se ha demostrado desde hace meses como altamente lucrativa para quienes la practican, bastante más que la venta directamente del CD. Pero la desfachatez no acaba ahí, ya que cuando llegue el verano se encargarán de incluir todos esos tonos en el MegaMixMaster 56, promocionándolo de nuevo para que la audiencia adquiera un producto que realmente debería regalarse con la compra de un pack de cuatro yogures con sabor a plátano.
Otro aspecto a destacar de la música actual son las altísimas dosis de perfección consecuencia de la irrupción de la electrónica y la informática en los estudios de grabación. Los temas parecen que sean tocados durante 20 segundos y mediante un cortar y pegar se alarguen a los 3 minutos de rigor. Tanta perfección me da repelús, pero está claro que eso es lo que vende. El mercado consume este producto porque no hay otro, sin embargo, creo que no es lo que la gente realmente quiere. Me explico. Un buen ejemplo que ilustra esta afirmación es Dire Straits y su Sultants of Swing. Mark Knopfler, guitarrista y cantante, tenía una gran obsesión en que sus discos fueran matemáticos. Buscaba en el estudio la máxima perfección, grabando una y otra vez hasta que el resultado final fuera de su agrado. Curiosamente, la mejor versión de Sultans of Swing la encontramos no en un disco de estudio, sino en el disco Alchemy, actuación en directo grabada en 1.984 donde Dire Straits se muestran tal y como son, sin posibilidad de edición alguna. A pesar de que a Mark se le escapa alguna nota en el solo y de que el tema dura más de diez minutos, los fans de Dire Straits consideran esta versión como la mejor del grupo, versión que estuvo en la lista de éxitos durante meses. Eso me lleva a una conclusión. Los CD’s de música tendrían que regalarlos, ser usados exclusivamente como un simple medio de promoción. La máxima expresión de la música no se puede meter en un CD, no puede ser escuchada en un iPod en el metro, ni puede ser grabada una y otra vez en un estudio. La verdadera expresión de la música sólo puede apreciarse en directo, con todos los matices de los autores, fallos incluidos. Sería como conformarnos con imágenes de París en lugar de ir.
Otro problema es que muchos de los buenos músicos se venden actualmente por cuatro perras (o cinco) a cantantes de empaque que los alquilan para sus giras, obligándoles a tocar un estilo que no es el suyo y a tocar una música que probablemente en sus casas no oirían jamás. Un ejemplo es el guitarrista que ha acompañado recientemente, entre otros, a Serrat y a Bisbal. Es el mismo. Ese hombre toca la guitarra como nadie, y en Youtube es posible ver algunos vídeos de él haciendo lo que realmente le gusta, y es impresionante. Pero resulta que no eso no vende, que la gente disfruta más con los movimientos pélvicos acompañados de insinuantes miradas del cantante que con un buen intérprete sacando todo el jugo a su guitarra. Serrat no es mal cantante, de eso no hay duda. Las preguntas que me vienen a la cabeza son otras. ¿Porqué no toca la guitarra el propio Serrat?, ¿Porqué se alquila a otro guitarrista cuando Serrat ha tocado toda la vida la guitarra? ¿El público quiere realmente ver un excelente guitarra tocando cohibidamente o a un Serrat que aunque no la toque tan bien ofrezca un producto personal y auténtico?
Así pues la música se ha convertido en un producto recauchutado con altas dosis de perfección y pocas de virtuosismo que se vende a tanto el kilo. Soporíferas baladas basadas la gran mayoría de ellas en un mismo patrón melódico, grabadas en estudios especializados bajo la batuta de avanzados medios tecnológicos que permiten que suene medianamente bien y pueda ser promocionada con un mínimo de dignidad. Músicos de empaque que se venden por cuatro perras acompañando en directo a la estrella del momento, interpretando temas que ni les van ni les vienen, pero que gracias a ellos pueden subsistir. En el otro extremo encontramos a los maestros del Jazz. En un concierto en directo a menudo la única premisa es acordar que el primer compás va a ser un do, el segundo un mi y el tercero un re y un do. Sin más medios que los propios instrumentos y sus conocimientos. Sin ser números uno de los cuarenta. A partir de ahí la improvisación, el virtuosismo y el ingenio individual de cada uno de los músicos implicados permite crear música, MÚSICA. Aunque a mi no me guste el Jazz.
VICENÇ LACRUZ