Si algo funciona, mejor no arreglarlo. Esa es una máxima de los fontaneros con experiencia. Las reparaciones suelen arreglar cosas, pero acaban estropeando otras. Los efectos secundarios de algunos fármacos son de lectura alarmante, porque para aliviar un pequeño dolor el riesgo de contraer dolores mayores es enorme. Lo mismo sucede en la política legislativa. Con el agravante de que la decisión de un fontanero (único, gracias a la democracia, y que dure) acaba siendo una decisión más o menos consensuada de 350 fontaneros a cual más inexperto. El resultado es aquel viejo aforismo, atribuido apócrifamente a Winston Churchill, que dice que «un camello es un caballo diseñado por un comité de expertos».
Salió el sábado la vicepresidenta del Gobierno para anunciar, entre otras cosas, la ampliación de la ley del aborto. Probablemente, la ley del aborto no acaba de funcionar. Pero, ¿su mal funcionamiento se debe a la propia ley o a aquellos que impiden su aplicación? Ahora, el Gobierno, erre que erre, regresa con su reforma y mantiene uno de los puntos más controvertidos de su articulado. Concretamente, el que hace referencia a que las chicas de 16 años --esas a las que se les niega el derecho al voto-- pueden someterse a un aborto sin necesidad de que sus padres sean ni siquiera informados de esa decisión. Nada que objetar a la decisión de la señorita de 16 años. Algo sucede en su familia para que una decisión de tanta trascendencia no le sea comunicada a los padres. Y eso no hay ley que lo arregle. Cabe suponer que, en uso de su intimidad, tampoco informa a sus padres del momento y el lugar de sus relaciones íntimas. Nada que objetar, pues, a considerar esa mayoría de edad de 16 años que, insisto, no se le es reconocida a la chica en cuestión en asuntos como el voto.
Pero, ¿realmente esa ampliación va a llevarse a la práctica? Hasta ahora, las chicas de 16 años requerían el consentimiento paterno en tres casos: aborto, ensayos clínicos y fecundación asistida. Ahora, el Gobierno ampara a las abortantes de 16 años. Pero un aborto no es una aspirina. Se trata de un acto quirúrgico más o menos cruento. Nadie aborta en un self service. Y aun en el supuesto de que la joven paciente encontrara a un comité de ginecólogos y pediatras que autorizaran la intervención, ¿quién ha hablado, por ejemplo, con los anestesistas? ¿Se imaginan una ley aprobada que no puede llevarse a la práctica porque un colectivo imprescindible se niega a participar en la interrupción del embarazo juvenil? Las mejores leyes se estrellan cuando dejan de ser leyes y se convierten en un pretexto de confrontación política. Un aviso: la ampliación del aborto no es ni neutra, ni fácil, ni afecta únicamente a las menores de edad. Y una ley que no puede cumplirse acaba poniendo en ridículo al Gobierno que la impulsa.
JOAN BARRIL