La vida es tremendamente absurda, o quizás seamos nosotros los absurdos por pedir auroras al ocaso. Cuarenta años de lucha, de remar contracorriente sorteando remolinos y escollos, de escalar descalzos y a golpes de uña los taludes del tiempo, medio siglo persiguiendo un horizonte cada vez más lejano, para acabar flotando en un lago sin fondo y sin salida.
Buscamos muletas para no arrastrarnos, los estudios, el trabajo, la familia... a veces tenemos la suerte de acariciar las plumas de un amor que vuela entre nosotros caprichoso y esquivo, y arrancarle una prenda que guardamos con celo en los bolsillos del alma. Como en el juego de la oca saltamos de puente en puente siguiendo una corriente que nos lleva a ninguna parte pero de la que no podemos escapar.
Pero llega un momento que se quiebra la última muleta, los hijos se esfumaron en la noche de la vida, las plumas de amor van perdiendo textura, y el trabajo se convierte en condena. Los libros te pesan en las manos, las letras se agitan compulsivamente y encojen hasta desaparecer, hasta la música se torna un ruido incomprensible.
Ha llegado el momento de preparar la acampada, a partir de ahora ya no hay metas, ni corrientes ni cimas, llegó el tiempo de vivaquear, de pescar en el rio, de recoger flores, de encender una hoguera y disfrutar un cielo cuajado de estrellas.
Hay que aprovechar los días de bonanza, bañarse en las aguas transparentes, preparar un asado y degustar los tragos de buen vino que aún nos queda en la bota, porque cualquier mañana, una helada ventisca nos expulsará del refugio y deberemos proseguir entre las brumas sin saber hacia adonde nos arrastra. No importa cuántos erais en el grupo de salida, el último trecho, siempre nos toca recorrerlo solos.
Juanmaromo