Rosa Cullell Periodista
Un joven alto, de aspecto fiero y buen corazón, se cruza con un señor esmirriado. El bajito se planta en medio de la acera y le suelta: «¡Hijo de puta, cabrón, te voy a matar!». El joven fornido se aleja pensando que aquel desgraciado que no levanta dos palmos del suelo es un loco. Lo ignora. Una y otra vez. Hasta que un día, cuando el insulto infringe leyes y sobrepasa mezquindades, el joven se para, agarra al agresor y le muestra sus puños. El bajito saca una pistola. Y lo mata.
La historia me la contó un amigo al que un periodista de ego infinito, que ama «épater le bourgeois», llevaba años torturando. Yo creía que debía denunciarlo. «Si no estás dispuesto a usar las mismas armas que tu atacante», decía él, «es mejor evitar el duelo». Me gusta esa táctica, la de no entrar en vulgares trapos. Sin embargo, tras leer el artículo de Salvador Sostres en El Mundo justificando a ese pobre «chico normal» que, abandonado y ofendido, mató a su joven novia embarazada, empiezo a dudar de la eficacia del «aquí no pasa nada».
Conocí a Sostres hace años; trabajaba en la radio y escribía poesía. No era mal poeta. Lo fui siguiendo de medio en medio. Creí que su interés por contentar a su peña había ido algo lejos cuando escribió: «Es muy hortera hablar en español; solo lo hablo con la criada y con algunos empleados». Y siempre me ha disgustado su afán por insultar a los fallecidos
-Manolo Vázquez Montalbán, Marcelino Camacho o Santi Santamaría- cuando sus cuerpos aún están calientes. Durante un tiempo le perdí de vista. Hasta que Sostres, que para entonces ya hablaba en castellano con todo quisqui, apareció en Telemadrid alabando las vaginas de las jovencitas, «esas que aún no huelen a ácido úrico, que están limpias».
Desconozco qué sucede en el cerebro para pasar de los sonetos al insulto; del artículo mordaz al comentario pederasta, a la justificación del asesinato. Pero si diarios y televisiones siguen difundiendo el más horrible todavía, nada impedirá que otros jóvenes periodistas, otros Sostres, ingresen en un siniestro club. En el club de los poetas putrefactos.
La historia me la contó un amigo al que un periodista de ego infinito, que ama «épater le bourgeois», llevaba años torturando. Yo creía que debía denunciarlo. «Si no estás dispuesto a usar las mismas armas que tu atacante», decía él, «es mejor evitar el duelo». Me gusta esa táctica, la de no entrar en vulgares trapos. Sin embargo, tras leer el artículo de Salvador Sostres en El Mundo justificando a ese pobre «chico normal» que, abandonado y ofendido, mató a su joven novia embarazada, empiezo a dudar de la eficacia del «aquí no pasa nada».
Conocí a Sostres hace años; trabajaba en la radio y escribía poesía. No era mal poeta. Lo fui siguiendo de medio en medio. Creí que su interés por contentar a su peña había ido algo lejos cuando escribió: «Es muy hortera hablar en español; solo lo hablo con la criada y con algunos empleados». Y siempre me ha disgustado su afán por insultar a los fallecidos
-Manolo Vázquez Montalbán, Marcelino Camacho o Santi Santamaría- cuando sus cuerpos aún están calientes. Durante un tiempo le perdí de vista. Hasta que Sostres, que para entonces ya hablaba en castellano con todo quisqui, apareció en Telemadrid alabando las vaginas de las jovencitas, «esas que aún no huelen a ácido úrico, que están limpias».
Desconozco qué sucede en el cerebro para pasar de los sonetos al insulto; del artículo mordaz al comentario pederasta, a la justificación del asesinato. Pero si diarios y televisiones siguen difundiendo el más horrible todavía, nada impedirá que otros jóvenes periodistas, otros Sostres, ingresen en un siniestro club. En el club de los poetas putrefactos.