Emma Riverola Escritora
Elena, como muchos votantes de izquierdas, anda más perdida que nunca. Durante meses, juró y perjuró que no volvería a votar a los suyos. Quien la hace, la paga, había sentenciado. Su duda, entonces, basculaba entre votar en blanco o abstenerse, pero en ningún caso, ¡en ninguno!, volver a darles su confianza.
Pero el 28 de noviembre está a la vuelta de la esquina y, mire donde mire, Elena se encuentra con los rostros de los candidatos, escucha los mensajes de unos y otros, las promesas, las medias verdades y las mentiras flagrantes. Y una comezón ha empezado a pellizcarle el vientre, o la conciencia, que a veces tiene la mala ocurrencia de parecérsele. La cuestión es si flagelar a los suyos por haberse equivocado tanto o autoflagelarse y contribuir a que ganen los otros, los que gobernaron durante aquellos largos 23 años. ¿Quién se lo iba a decir a ella, a estas alturas ideológicas de la vida, que hoy se encontraría con un cilicio en la mano dispuesta a rasgarse algo más que las vestiduras por una cuestión de coherencia?
¿Y si les perdono?, se pregunta Elena en un arrebato de indecisión. No, de ninguna manera, deben responder por la frustración política que siente. Pero se le atraganta la idea de una derecha premiada por el desengaño. Si los tiempos ya son duros, no quiere ni imaginar cómo sería sobrellevarlos echándose sal sobre la espalda lacerada.
Elena, como muchos votantes de izquierdas, anda más perdida que nunca. Durante meses, juró y perjuró que no volvería a votar a los suyos. Quien la hace, la paga, había sentenciado. Su duda, entonces, basculaba entre votar en blanco o abstenerse, pero en ningún caso, ¡en ninguno!, volver a darles su confianza.
¿Y si les perdono?, se pregunta Elena en un arrebato de indecisión. No, de ninguna manera, deben responder por la frustración política que siente. Pero se le atraganta la idea de una derecha premiada por el desengaño. Si los tiempos ya son duros, no quiere ni imaginar cómo sería sobrellevarlos echándose sal sobre la espalda lacerada.