Mantener la actual 'guetización' de la escolaridad inmigrante hipoteca nuestro futuro como país
Josep Oliver Alonso Catedrático de Economía Aplicada (UAB)
La inmigración está otra vez de actualidad. El Partido Popular ofrece su contrato por la integración, con un catálogo de peticiones que se resume en que los inmigrantes deberían cumplir las leyes del país: ¡sólo faltaría! Pero esa iniciativa tiene de todo, menos de candidez. Ya que afecta a un ámbito, el de las elecciones municipales, donde se concentran todas las potenciales, o reales, disfunciones que la inmigración genera. Y, entre ellas, no es la menor la creciente guetización de las escuelas públicas de las ciudades con mayor proporción de población inmigrante. Desde esta óptica, cabe saludar muy favorablemente la propuesta de Iolanda Pineda, alcaldesa de Salt, solicitando a los municipios vecinos que acojan a parte de sus escolares inmigrantes, de forma que ninguna escuela supere el 50% en este tipo de alumnado. Como cabía esperar, la respuesta ha sido negativa, reflejando la extendida visión de que los problemas que pueda generar la inmigración deben solventarse donde aquella se concentra. Se fundamenta, además, en una posición miope que, en el fondo, todavía cree que la inmigración no es necesaria.
Porque el elemento cardinal de este debate es si necesitamos, y hasta qué punto, flujos inmigratorios. Y sobre este particular, el país continúa autoengañándose, creyendo, o deseando creer, en una realidad racial, religiosa y cultural que dejamos atrás hace tiempo, cuando decidimos no tener el número de hijos suficiente para atender las necesidades del mercado de trabajo o la financiación de nuestro Estado del bienestar.
Unas cifras permitirán situar al lector. A partir de los 90, la población de 16 a 29 años nacida en España comenzó a reducirse rápidamente, de forma que pasamos de los 9 a los 6,5 millones de jóvenes nativos entre 1990 y el 2008, un espectacular retroceso de 2,5 millones (un 27% de los efectivos iniciales). Una punción tan severa la salvamos parcialmente con la incorporación de inmigración que, entre esos mismos años, añadió 1,7 millones, aunque ello no ha impedido que, en conjunto, los jóvenes retrocedieran unos 800.000 efectivos. Por si ello no fuera suficiente, a partir del 2009, la situación ha empeorado, y, a la continua pérdida de jóvenes nativos (unos 465.000 menos entre el 2009 y el 2010), hay que añadir el retroceso de inmigrantes de esas edades que abandonan España (una pérdida cercana a los 130.000).
En suma, en los dos últimos años hemos reducido el contingente de jóvenes en cerca de 600.000 individuos, que hay que añadir al retroceso anterior. A partir de aquí, cualquier previsión demográfica, por conservadora que sea, sugiere que un país como el nuestro difícilmente va a poder continuar funcionando razonablemente bien con una punción tan importante en el mercado de trabajo juvenil. Y no solo porque una parte de los puestos de trabajo tienen características que demandan población joven, sino por lo que implica de pérdida de entusiasmo, innovación o capacidad de transformación de la sociedad.
Lógicamente, esta reducción altera de forma dramática la estructura de la población potencialmente activa. De hecho, en el debate sobre pensiones de estos últimos meses, la caída demográfica emergía como el aspecto clave de la inevitabilidad de la reforma. Pero no se destacó lo bien que hubiera sido deseable que, además del aumento relativo de aquellos con 64 y más años respecto de la población de 16 a 64, en ese grupo poblacional se ha producido una intensa redistribución, desde los más jóvenes a los de mayor edad. Así, mientras en 1990 los individuos de 16 a 29 años aportaban el 35% de los activos potenciales (de 16 a 64 años), en el 2010 esta cifra había caído hasta el 25%. Y esa dinámica negativa va a continuar los próximos años.
Hoy, con un mercado de trabajo tan deteriorado, es difícil elevar la vista hacia más adelante. Y más cuando hay que hablar de empleo o actividad juvenil. Pero es nuestra obligación, y la de los políticos, hacerlo. Y cuando se alza la mirada, lo que se vislumbra para la segunda mitad de esta década y más allá es un páramo demográfico, con una escasez crónica de jóvenes que va exigir nuevas entradas de inmigración, nos guste o no. Por ello, la iniciativa de la alcaldesa de Salt es de lo más sensato. Necesitamos, y necesitaremos, inmigración. Y hemos de conseguir, porque nos conviene, que se integre en nuestra sociedad y adopte nuestros valores. La escuela es el camino. Pero una escuela en la que el número de alumnos nativos sea el adecuado para facilitar ese proceso.
A ningún político le gustará proponer que hay que redistribuir la población escolar inmigrante. Y, probablemente, por un cálculo electoral mezquino, propuestas como esas caigan en saco roto. Pero, cuidado, no nos engañemos otra vez. Los políticos, y los países, se equivocan. Y sería un error, un craso error, continuar con la actual guetización de la escolaridad de los inmigrantes. Nos jugamos el futuro del país. Y, para muestra de lo que nos puede aguardar en unas décadas, recuerden la banlieue de París.
Porque el elemento cardinal de este debate es si necesitamos, y hasta qué punto, flujos inmigratorios. Y sobre este particular, el país continúa autoengañándose, creyendo, o deseando creer, en una realidad racial, religiosa y cultural que dejamos atrás hace tiempo, cuando decidimos no tener el número de hijos suficiente para atender las necesidades del mercado de trabajo o la financiación de nuestro Estado del bienestar.
Unas cifras permitirán situar al lector. A partir de los 90, la población de 16 a 29 años nacida en España comenzó a reducirse rápidamente, de forma que pasamos de los 9 a los 6,5 millones de jóvenes nativos entre 1990 y el 2008, un espectacular retroceso de 2,5 millones (un 27% de los efectivos iniciales). Una punción tan severa la salvamos parcialmente con la incorporación de inmigración que, entre esos mismos años, añadió 1,7 millones, aunque ello no ha impedido que, en conjunto, los jóvenes retrocedieran unos 800.000 efectivos. Por si ello no fuera suficiente, a partir del 2009, la situación ha empeorado, y, a la continua pérdida de jóvenes nativos (unos 465.000 menos entre el 2009 y el 2010), hay que añadir el retroceso de inmigrantes de esas edades que abandonan España (una pérdida cercana a los 130.000).
En suma, en los dos últimos años hemos reducido el contingente de jóvenes en cerca de 600.000 individuos, que hay que añadir al retroceso anterior. A partir de aquí, cualquier previsión demográfica, por conservadora que sea, sugiere que un país como el nuestro difícilmente va a poder continuar funcionando razonablemente bien con una punción tan importante en el mercado de trabajo juvenil. Y no solo porque una parte de los puestos de trabajo tienen características que demandan población joven, sino por lo que implica de pérdida de entusiasmo, innovación o capacidad de transformación de la sociedad.
Lógicamente, esta reducción altera de forma dramática la estructura de la población potencialmente activa. De hecho, en el debate sobre pensiones de estos últimos meses, la caída demográfica emergía como el aspecto clave de la inevitabilidad de la reforma. Pero no se destacó lo bien que hubiera sido deseable que, además del aumento relativo de aquellos con 64 y más años respecto de la población de 16 a 64, en ese grupo poblacional se ha producido una intensa redistribución, desde los más jóvenes a los de mayor edad. Así, mientras en 1990 los individuos de 16 a 29 años aportaban el 35% de los activos potenciales (de 16 a 64 años), en el 2010 esta cifra había caído hasta el 25%. Y esa dinámica negativa va a continuar los próximos años.
Hoy, con un mercado de trabajo tan deteriorado, es difícil elevar la vista hacia más adelante. Y más cuando hay que hablar de empleo o actividad juvenil. Pero es nuestra obligación, y la de los políticos, hacerlo. Y cuando se alza la mirada, lo que se vislumbra para la segunda mitad de esta década y más allá es un páramo demográfico, con una escasez crónica de jóvenes que va exigir nuevas entradas de inmigración, nos guste o no. Por ello, la iniciativa de la alcaldesa de Salt es de lo más sensato. Necesitamos, y necesitaremos, inmigración. Y hemos de conseguir, porque nos conviene, que se integre en nuestra sociedad y adopte nuestros valores. La escuela es el camino. Pero una escuela en la que el número de alumnos nativos sea el adecuado para facilitar ese proceso.
A ningún político le gustará proponer que hay que redistribuir la población escolar inmigrante. Y, probablemente, por un cálculo electoral mezquino, propuestas como esas caigan en saco roto. Pero, cuidado, no nos engañemos otra vez. Los políticos, y los países, se equivocan. Y sería un error, un craso error, continuar con la actual guetización de la escolaridad de los inmigrantes. Nos jugamos el futuro del país. Y, para muestra de lo que nos puede aguardar en unas décadas, recuerden la banlieue de París.