Emma Riverola Escritora
Ella no aparece en ese vídeo que ha dado la vuelta al mundo. Ella está detrás de la cámara. Sentada en el suelo, junto a otras madres que, por unos minutos, han dejado la comida en la lumbre y miran cómo juegan los niños. Su hijo mayor es el protagonista. Ella le ha dejado un velo para cubrirse el rostro. También su niño menor sale en el vídeo, es el renacuajo que no deja de reír y moverse. A ella también se le escapa una sonrisa cuando lo ve. Pero pronto el gesto estalla en espinas que se clavan en los pulmones. Justo cuando el mayor, con un gesto contundente, simula inmolarse. Por unos segundos, el polvo lanzado al aire parece detenerse y su respiración se torna punzadas. Millones de átomos que estallan en contacto con las espinas. Una eclosión que le roba el aire y la razón. Los niños corren hacia las supuestas víctimas. Y los pequeños actores mantienen sus rostros impávidos. Ella sigue con el pecho paralizado. Los ojos de su niño, cerrados. El aire, en suspenso. El mundo, detenido. Marchito. Muerto.
Al fin el vídeo acaba y los niños estallan en risotadas y la madre aplaude y ríe y se levanta para acabar de preparar la comida y besa a sus niños y les grita que regresen pronto a casa y se limpia las ropas de polvo y, al alzar la vista, cruza la mirada con la de otra madre y las dos se hablan sin palabras y los silencios se tornan rezo y… que Dios les deje seguir jugando.