Emma Riverola Escritora
Cuando él condujo el coche hasta aquella zona solitaria y le dijo que era la muchacha más bella del mundo, que soñaba con ella y vivía por ella, lo sabía. Cuando la besó y coló su mano por debajo de la camiseta, lo sabía. Y también cuando le susurró que la quería con locura mientras le desabrochaba los tejanos. Ella musitó un no e hizo un gesto leve de rechazo. Pero él le recriminó su falta de amor y ella se rindió. Él lo sabía todo. Incluso que ella no podía conducir el coche de vuelta a casa. Ni siquiera hubiera podido regresar en un ciclomotor. No podía casarse, ni abortar sin el consentimiento de sus padres ni votar en las próximas elecciones. Ella era una niña. Lo era para sus padres, para los profesores del instituto; probablemente, también lo era para ese hombre que le hacía el amor en el coche. Era una niña para todos, menos para la ley. Para esa incoherente y peligrosa ley que bendice la relación sexual con un niño de 13 años amparándose en el presunto consentimiento del menor.
La frontera entre los límites legales de edad y la libertad individual a veces es difusa y quebradiza, pero es obvio que un niño de 13 años es demasiado manipulable en manos de un adulto. Una sociedad marcada por la lacra de los abusos sobre menores no debería escatimar recursos para preservar a la infancia. Para empezar, que la ley no atente contra el más elemental sentido común.