Emma Riverola Escritora
Lucas no deja de frotar su mochila con un estropajo. Por la mañana, algún compañero de clase le ha escrito bola de grasa con tinta permanente. Frota y frota, pero no consigue borrarlo. Está solo en el piso. Como cada tarde. Y tiene hambre. Como siempre. De camino a casa, se ha comprado la merienda. Hoy, después del insulto, solo un bollo. Pero no puede dejar de pensar en comida.
En su cuarto trata de hacer los deberes. Pero no, así no puede pensar. Tiene que comer alguna cosa. Abre la nevera. Natillas, batidos, flanes, refrescos… Intenta conformarse con una natilla, pero la segunda cae en menos de un minuto. Vuelve deprisa a su habitación; no debía haberlo hecho. Abre el libro de matemáticas. No puede concentrarse. Empieza a caminar nervioso por el piso solitario. Vuelve a sentir hambre. Entra en la cocina. Abre el armario. Pero no, lo cierra y trata de escapar de sí mismo. Sentado de nuevo frente al libro no deja de pensar en los pastelitos y las galletas que ha entrevisto en el armario. ¿Y si comiera una, solo una? De esas tan ricas de chocolate blanco. Tampoco sería tan grave…
Lucas regresa a su cuarto arrastrando los pies y con la cabeza gacha. En una mano lleva la caja vacía de galletas. La arroja con rabia a la papelera. A escasos centímetros de ella, la mochila aún húmeda parece retarle. El insulto indeleble se burla de él. Y Lucas se come una lágrima.
Lucas regresa a su cuarto arrastrando los pies y con la cabeza gacha. En una mano lleva la caja vacía de galletas. La arroja con rabia a la papelera. A escasos centímetros de ella, la mochila aún húmeda parece retarle. El insulto indeleble se burla de él. Y Lucas se come una lágrima.