La verdad es que no se qué hacer el próximo fin de semana. Hace tiempo que no visito a mis amigos del Katxi de Morga, cerca de Gernika. Total son cuatro horas y media. Me cuentan que Roma estará más vacía el próximo fin de semana que el superpuente de la Constitución. Le daría una buena sorpresa a Massimo si me presentara sin avisar. Mis amigos de Borriana ya tienen las naranjas a punto. Un arroz en El Torreón y un paseo por las pequeñas avenidas de los naranjos. Esas son mis dudas para el domingo. Dudas de quien se sabe con la vida resuelta y ya solo se dedica a entrenarse con la muerte.
Pero todo eso sería una huida. Y no hemos llegado hasta aquí para hacer que no vemos. Mejor ir directamente a la supuesta fragua donde se forja el poder. Me sentaré en una silla frente a los colegios electorales y allí, entre percheros de batas pequeñas y de tizas de colores, tal vez volveré a sentir la ilusión democrática de cuando creíamos que nuestro voto servía para algo noble y no para alimentar quimeras verbales o para justificar la incompetencia. Esperaré a que llegue la hora del cierre y probablemente me sumergiré en la relectura de algún poemario de algún poeta preferiblemente desaparecido.
Y aún así, y a pesar de mi voto en blanco en el bolsillo, acabaré probablemente cayendo en el atavismo de emitir un sufragio fláccido y ritual, sin el orgasmo que me prometen los jóvenes socialistas, más por jóvenes que por socialistas. No caeré en el infantilismo de creer que mi no voto va a ser un castigo para nadie. Eso debe ser al fin y al cabo la esencia de la democracia: votar porque tenemos el privilegio de hacerlo y porque muchos antes de nosotros dieron su vida para que pudiéramos ejercer ese pequeño gran derecho. El deber de votar no viene de las leyes. Tiempo atrás provenía de un imperativo moral. Hoy nos atenaza con la curiosidad del jugador gafe. Votaremos, pues, sabiendo que sin duda vamos a perder. La abstención de hoy es una cosecha que se sembró hace años. Y los unos y los otros han sabido cultivarla bien.
Joan Barril
Y aún así, y a pesar de mi voto en blanco en el bolsillo, acabaré probablemente cayendo en el atavismo de emitir un sufragio fláccido y ritual, sin el orgasmo que me prometen los jóvenes socialistas, más por jóvenes que por socialistas. No caeré en el infantilismo de creer que mi no voto va a ser un castigo para nadie. Eso debe ser al fin y al cabo la esencia de la democracia: votar porque tenemos el privilegio de hacerlo y porque muchos antes de nosotros dieron su vida para que pudiéramos ejercer ese pequeño gran derecho. El deber de votar no viene de las leyes. Tiempo atrás provenía de un imperativo moral. Hoy nos atenaza con la curiosidad del jugador gafe. Votaremos, pues, sabiendo que sin duda vamos a perder. La abstención de hoy es una cosecha que se sembró hace años. Y los unos y los otros han sabido cultivarla bien.
Joan Barril