Nací en una familia adicta a la cafeína (adicción que he heredado), entre mis primeros recuerdos, sobreviven esos momentos en el hogar de la abuela en los que yo molía el café en un molinillo de madera y manivela mientras entre las brasas, el puchero hervía esperando recibir los polvos mágicos de un café oloroso que perfumaba la estancia. Una vez hervida la pócima sagrada, se colaba en una “manga” de tela para filtrarla y permitir que el negro y oloroso brebaje bendijera las tazas de cerámica que esperaban impacientes.
Así fue durante décadas hasta que los italianos inventaron un artilugio que permitía, en pocos minutos, elaborar un mejunje al que llamaron “café expreso” la cafetera Oroley, que según los puristas era un artilugio nefasto y sacrílego, pero que acabó imponiéndose en todos los hogares, mas tarde aparecieron las cafeteras exprés que imitaban a las de los bares y poco a poco el mercado se fue normalizando hasta que Nestlé inventó el Nespresso, unas cápsulas que permitían almacenar, transportar y elaborar en pocos minutos, infinidad de matices, sabores y aromas como en la mejor cafetería.
A pesar de que su precio es mucho más elevado que el café clásico y de la ingente cantidad de capsulas desechables que produce parece ser que el engendro ha llegado para quedarse (hasta que surja otro peor).
Como acostumbra a pasar con los puristas, yo también me opuse concienzudamente a las monodosis pero al final acabé con un artefacto cartuchero en casa, mi pregunta es ¿Cuál y cuando será el próximo engendro ?
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