Me veo en el espejo. Mi melena pinta cuatro canas más.En mi frente aún no aparecen surcos, ni en la comisura de los ojos color miel que no te desnudan desde hace mil eternidades. Y mira que me río.
Mis labios siguen siendo delgados, pero están algo secos. Quizá desde el último beso que me diste. Aquel con el que me dijiste “hasta pronto”.
Veo mis manos y las encuentro inútiles. No se dónde he de ponerlas para que tengan sentido del tacto: desde que te fuiste, han perdido la delicadeza necesaria para incitar batallas. Tampoco han sabido enredarse en otras manos.
Quizá mis hombros estén un poco cargados: hay tanta vida sobre ellos, que se han tirado un poco hacia delante, aunque siguen sosteniendo, con cierta gracia, el cuello al que tanto honrabas.
Mis senos están tristes. No es que se hayan dejado vencer por la fuerza de gravedad. Ni que hayan perdido volumen o su capacidad de responder a tu recuerdo. No, es que están anhelantes de tu boca. Me parecen, así, a simple vista, como un par de rosas, que aunque bellas, están faltas de color.
El ombligo llama mi atención: apenas y me doy cuenta, pero ha susurrado tu nombre. Mis piernas, largas y esbeltas, se estremecen al recordar como rodeaban tu cintura “con la medida exacta” - según decías - mientras te ibas perdiendo entre ellas.
Entonces, mi pubis parece renacer por un instante, hasta que se da cuenta que los recuerdos le han jugado, una vez más, una broma pesada.
Como bromistas son los dedos de mis pies, esos con los que tanto te gustaba jugar y que ahora escondo por temor a que sigan corriendo tras tu infinita huella…
ALEJANDRA DIAZ
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