Sale del portal con la cesta de la compra. Camina cabizbaja, como rumiando. Al llegar a la esquina cambia de acera. Le gustaría taparse los oídos pero la musiquilla está más en su cerebro que la que pueda salir del bar. Hoy no, se dice, hoy no entraré. Echa cuentas rápido –si no compro el detergente de la lavadora, dispongo de 6 euros, si tengo suerte conseguiré unos 30euros y podré devolverlos a la hucha de Carlitos antes de que se dé cuenta- La musiquilla sigue sonando, se diría que ronronea, le dice hoy si, hoy es tu día de suerte. Ven, entra, es tan solo un momento, después te vas al mercado enseguida. Duda, comienza la lucha interna, como cada día. Cruza la calle.
-Si este taxi me atropellase, se acabarían mis
problemas, piensa mirándolo mientras le deja pasar-
Entra en el bar, un bar viejuno, como tantos otros de
una ciudad dormitorio. Cree adivinar una mirada aviesa en el camarero,
-Qué, Marisa, al mercado? Te pongo un cortadito?
-No, no, contesta ella sin mirarle, atenta solo a la
máquina tragaperras.
Los dos euros le queman en la mano, su cerebro se ha
desconectado ya de todo lo que no represente la idea de ganarse un buen puñado
de monedas, la introduce en la ranura, el corazón le late deprisa y le parece escuchar ya el sonido metálico de un montón de piezas
volcándose en la bandeja. Pero nada de eso sucede, la tragaperras reinicia la
musiquilla de llamada. Una gota de sudor lucha por atravesar su ceja izquierda.
- La próxima tirada, la próxima irá bien, ya lo verás,
seguro-
Mete la mano en su viejo abrigo, allí está la segunda
moneda –ha tenido la precaución de guardar las monedas de dos euros- la desliza
en la ranura y espera, espera a que esta vez se obre el milagro, pero nada,
tampoco. La última, se dice, tiene que estar al caer, a esa hora ya se han
marchado los albañiles de la obra que se han dejado sus buenos cuartos. Tiene
que estar al caer, se repite. Con las manos sudorosas, mete la última moneda
que pensaba gastar, pero tampoco hay suerte. Pide cambio al camarero –hoy compraré
unas sardinas ó jurel en lugar de pescadilla, esto me da un poco más de margen
para jugar. Pasa media hora y se han perdido en el camino las sardinas, los
jureles y hasta media docena de huevos.
-podría decir que he perdido el monedero, eso puede
pasarle a cualquiera, verdad?
pero creo que eso ya lo he dicho…
Lo ha dicho todo, inventado todo, un robo, un atraco,
una pérdida. Ha pedido dinero a sus padres, a sus hermanos, a las amistades,
cada vez con más vergüenza, pero incapaz de dejar de hacerlo. Lo más miserable,
vaciar la hucha de su hijo de cuatro años. Su marido apenas le habla, se
avergüenza de ella, le ha suplicado que lo deje, que les llevará a la ruina, le
retiró la tarjeta de crédito, la firma de la cartilla de ahorros, le da el
dinero justo para la compra diaria. Ni un euro más, pero ella necesita más,
cada día un poco más. Solo es un juego inocente, pero sabe que no. Sabe que
perdió su trabajo en la frutería por meterle mano a la caja, pero antes, y eso
es lo que le da más vergüenza, cogió dinero del bolso de su compañera. Recuerda
la mirada de incredulidad de Charo, la segunda vez que lo hizo, cuando se dio
cuenta.
-Pero porqué lo haces?
Si necesitabas
dinero, porqué no me lo pediste?
Acaso no me tienes confianza?
Pero qué te pasa?
Cuéntamelo, anda cuéntamelo
-ella, llorosa, no dijo nada. La otra no la denunció.
Después con lo de la caja, salió todo.
Piensa en todo eso sentada en un banco de la calle,
frente al mercado al que ya no podrá entrar.
-Maldita la hora en que jugué por primera vez y gané
todo aquel montón de monedas- dice en voz alta, con rabia.
Se levanta, da media vuelta y se dirige a casa. Allí,
se pone el vestido que estrenó por la comunión de su sobrina, se cambia los
zapatos planos por unos de tacón, se pinta los ojos y los labios y hurga en la
cómoda hasta dar con un recorte de periódico muy bien escondido. Se trata de un
anuncio por palabras, reza así:
“SE NECESITAN ESCORTS”
Clara Castells-Masoliver
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