La primavera a veces es demasiado dura. Me trago la muerte a cucharadas. Es abril; y en este mes yo me hundo en un pozo de desesperación. Y no quiero sufrir. Debo tener cuidado. No quiero sufrir más.
Pero esta noche estoy extrañamente tranquilo. No se oye a los vecinos pelearse, ni suenan las cañerías en el baño. La gente se ha debido marchar a sufrir sus miserias en algún lugar de veraneo. Es curioso observar como nadie es feliz. Nadie parece ser feliz. Pasean su infelicidad por todas partes.
La felicidad es algo fugaz, va y viene, y nunca dura mucho. A mí se me está acabando el tiempo de la felicidad. La vejez nunca es feliz; la vejez es tristeza y derrota. Hay un momento en la vida en el que uno comprende que la felicidad es algo inalcanzable. Algo que quedó atrás para siempre. Y sin embargo aún no me he rendido, aún no estoy muerto. No pienso dejar de pelear.
Yo soy un hombre solo; no tengo a nadie y eso me convierte en un ser extraño. No me enfado, ni grito, ni tengo problemas de esos que tiene todo el mundo. Simplemente vivo al margen de todo y de todos: no tengo con quien enfadarme. Sin embargo pago un precio muy grande por esta soledad. La soledad es un paisaje helado.
Quisiera escribir, pero no puedo. Tranquilo -me digo a mí mismo-, la escritura regresará. De momento tú sigue escribiendo cualquier cosa. La escritura regresará cuando menos te lo esperes.
La vi en la librería; me dijo que ya había acabado su novela. Yo nunca acabaré una novela, ni ninguna otra cosa de mi vida. Yo soy lo único que está acabado.
Son las tres menos cuarto de la noche: empieza el baile del insomnio. Ahora debo tratar de dormir, aunque sea una hora.
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Ella me dijo que era feliz: era evidente que no tenía ni idea de lo que era la felicidad. Si lo hubiera sabido podía haber escrito un tratado de la infelicidad.
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Era el tiempo fugaz donde las estrellas se acostaban conmigo y todos los sentidos de mi mundo reposaban en ti. Yo quería quererte a toda costa, justo en ese momento en que el espacio y las cosas extendían sus cuerpos confiados, y todo era presente, y piel, y libertad, y no quedaban sombras del pasado, y el futuro llenaba el aire de esperanza y daba gusto respirar cada mañana.
Era el tiempo fugaz donde tú y yo nos quisimos. Yo me quedé a vivir allí. Tú te marchaste, y ya no quedó nada. No quisiste llevarte ni el recuerdo.
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Aquella primavera la soledad pesaba más que nunca, y varias veces, a lo largo del día, me asaltaba la idea de matarme. Sencillamente sentía que no podía más. Luego me inventaba argumentos para seguir un tiempo; “espera a que termine este verano, date otra oportunidad, tal vez suceda algo”, me decía a mí mismo, rumiando mi desdicha a cada paso. Temía el final del verano porque no me sentía con fuerzas para pasar un nuevo invierno solo, en esta casa.
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La tarde se pasó caminando entre sonrisas ajenas y gente que parecía sentir. Era la primavera. Las mujeres dormían en silencio sobre la hierba, los muchachos jugaban a vivir. Los muertos ya no parecían tan muertos. Me llamaba la vida a cada paso. ¿Qué hacer con todas esas ganas de vivir? Retrocedí en mi memoria a los tiempos en los que nada tenía un sentido y comprendí que algo había cambiado al fin. Yo era más viejo y padecía el dolor de otra manera, como si ya no pudiera ni sufrir. ¿Es que ya no podía sentir como sentía entonces? Tal vez había dejado de luchar, no sé, ¿era posible eso? Lo dudo. No cambiamos nunca, no se puede cambiar.
La tarde se pasó como se pasa cualquier otro fracaso. Un intento fallido de amar, dos docenas de golpes del tiempo, una comida insípida en cualquier parte y todo ese dolor sobre la arena mojada de la orilla. Encontré una medusa muerta entre las algas y recordé aquella imagen de un cuerpo que había regresado desde el lugar donde nacen todas las tormentas. Una muchacha me llamó para decirme que sentía unas ganas terribles de llorar, unas horas más tarde, un amigo me dijo que no quería vivir, y yo, que ya sabía todo de esas cosas, seguía las huellas de un perro que pasó dios sabe cuando por la playa de aquel maravilloso mar desconocido. Mi mundo estaba muerto como yo.
Llegó la noche y aún no había escrito nada. Lisboa era una ciudad dormida y aquella habitación de hotel era el lugar más triste y más hermoso de todo el universo. Salí al balcón y contemplé la luna brillando sobre el mar. Bajo el balcón, las olas rompían entre las rocas. Sentí que no había un comienzo ni un final, que todo era un dolor interminable. Respiré hondo y embriagué mis sentidos con el olor a mar. Traté de no pensar. Miré el reloj que ella me había regalado y me llené de soledad. Vivir dolía aún demasiado. Mañana todo será mejor, le dije a las estrellas, espera un poco más. Algo sucederá, date un poco de tiempo, pero sentí que ya no me quedaba tiempo... Quizás había vivido muy deprisa.
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Días de abril donde hierve la sangre y todo duele de un modo más intenso. El corazón y la vida, el insomnio y la muerte, la enfermedad y los años.
Cada cosa debía haber encontrado su lugar y sin embargo hoy ya no queda nada -los derrotados desfilan por las calles-, mientras yo miro al cielo con los ojos vacíos. Y yo estoy muerto, y soy uno más entre un millón de muertos. No lo he conseguido. Lo siento, de verdad, lo siento, pero esta noche no puedo más. He sufrido mucho por nada. Soy un perfecto perdedor -no es fácil ser tan bueno perdiendo-, y ahora escondo mi cabeza bajo la almohada porque ya no quiero luchar ni una sola batalla más. Llevo escribiendo así desde el noventa y cuatro y en este parpadeo han pasado ya diecisiete años.
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La encontré en una noche de lluvia. Salvaje, acurrucada, encendida en la hoguera donde arden todos los fuegos. Tenía trescientos malos recuerdos grabados en sus ojos y una lanza de hierro que aún le atravesaba el corazón. Pero no se había rendido. Y la quise por eso.
La invité a una cerveza y me contó sus desdichas. Los cielos desplomados de algún atardecer donde perdió la infancia en una habitación extraña. “Los pájaros no viven mucho”, decía a todas horas, mientras miraba al cielo. Tenía el vuelo de una gaviota entre los dedos, un amor desdichado, y algunas buenas historias que contar.
La vi durante algún tiempo: cada noche bajaba hasta el bar, a la orilla de todos los puertos, y se hacía de alcohol y de algas marinas, de viento y de arena de mar, y me hablaba del mundo, de su tierra, del frío, de los bosques sagrados del Norte donde muere la paz.
Una noche le vi contemplando las viejas estrellas de entonces. Parecía que el tiempo ya no era su tiempo. Se miró desde fuera, se extrañó desde dentro. No quiso seguir. Se marchó de regreso a su tierra, como se marchan los pájaros cuando llega el invierno.
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Está siendo muy dura esta batalla, y en mi mar ya no crecen las algas. Hay una mano que me pide caricias que yo no puedo darle. Así funciona todo. Lo que no sirve, no sirve, da igual la intensidad que pongas en tu deseo. Uno debe entender que hay sueños que a veces no se cumplen. Que una pareja siempre es cosa de dos... Uno debe entender que hay cosas imposibles, cosas que nunca salen bien...
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...¡Pero basta! No quiero sentir todo este pesimismo. Cojo una pala y hago un agujero, entierro todo lo que he escrito en el pasado. Corto la hierba, doy de comer a un perro, me cago en todo lo que se menea -me he pillado un dedo con la puerta de hierro-, me bajo al pueblo y me como unas judías, regreso y bebo un trago de agua-las nubes han llenado todo el cielo-, Se ha levantado viento y el mundo de mis perros me reclama. Corro de campo en campo, hay flores amarillas. Me cuelgo de las ramas de un árbol -los lobos me muerden el trasero-. Llueve, me mojo, canto, camino y me lleno de barro. Bajo al río, me baño. Me pincho con las zarzas. Me quito garrapatas de las patas. Y en medio de un concierto de aullidos, de pronto, mi tristeza se marcha.
Aún es primavera aquí en mi alma.
Angel Pasos
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