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martes, 15 de febrero de 2011

No llores por ellas

 

 

Solía ser a fin de mes, después de las Navidades o de otra ocasión ligada a lo que en mi familia llamábamos gastos extraordinarios. Sacábamos periódicos viejos y con ellos envolvíamos "la plata"; viejos candelabros y bandejas recibidas en herencia. Cogíamos el metro y nos acercábamos al Monte de Piedad de La Caixa, en la Vía Laietana de Barcelona. Con el fruto del empeño en billetes de 100 pesetas, volvíamos a casa. Teníamos unos meses para pagar y recuperar la plata. Y si no, pues qué se le iba a hacer.  

Lo que debería preocuparnos son las cajas que necesitarán que el FROB las rescate

Es una historia nostálgica, envuelta en ese olor de naftalina típico de los años cincuenta. Igual que toda esta añoranza que les ha cogido a algunos frente a la lógica, aunque tardía, reforma de las cajas de ahorros. Es verdad, íbamos al Monte, como tantas otras familias de pocos posibles o venidas a menos, porque en los bancos no nos hubieran prestado las 2.000 pesetas que necesitábamos. Los pequeños préstamos y el empeño eran cosa de las cajas de ahorros. Ya no lo son, ya no lo eran, desde hace décadas. Los tiempos han cambiado; bancos y cajas viven del mismo negocio.
Las cajas y sus montes de piedad nacieron en el siglo XVIII, fruto del espíritu franciscano y de la beneficencia. La pionera en España fue Caja Madrid. Ahora ha sido la tercera, tras CatalunyaCaixa y La Caixa, que anuncia su intención de salir a Bolsa. Pero fue a principios del siglo XX, cuando las entidades de ahorro comenzaron a diversificarse. Ilustres burgueses, prohombres adelantados a su tiempo, entendieron que si querían impedir las revueltas obreras y frenar el auge del sindicalismo debían dar cobertura social a los trabajadores. Fundaron cajas de ahorros para hacerles cartillas de jubilación. Así nació, en 1904, la Caja de Pensiones para la Vejez de Catalunya y Baleares, que se convertirá en banco con el nombre de Caixabank.
Desde la reforma de Enrique Fuentes Quintana en 1977 las cajas realizaban cualquier negocio financiero. Podían abrir oficinas por todo el territorio español, incluso comprar bancos; dar préstamos, sindicar créditos, realizar emisiones, vender fondos... y, aunque algunos nostálgicos lo hayan olvidado, cobrar comisiones como un banco cualquiera.
Quedaban dos importantes peculiaridades: las cajas no podían capitalizarse acudiendo al mercado y su estructura de gobierno era bien distinta. Mientras que los bancos son de sus accionistas y, en consecuencia, las juntas generales aprueban los resultados y la gestión, las cajas están gobernadas por asambleas surgidas de entidades fundadoras, diputaciones, clientes, Ayuntamientos, sindicatos y otras organizaciones.
Tanto la OCDE, como la Comisión Europea y el Banco de España, habían advertido de la fragilidad de las cajas; pero han sido la crisis económica y el derrumbe del ladrillo los que han precipitado el cambio. Hubiera sido mejor, como tantas otras cosas, haber modificado antes la Ley de Cajas, dotando de instrumentos de capitalización y también de más transparencia a esas entidades. En los últimos tiempos habían ido perdiendo independencia. Ningún Gobierno autónomo, diputación o partido político, ni Iglesia ni sindicatos, querían renunciar a un instrumento que les permitía financiar proyectos, poco viables, pero que aportaban votos y beneficios colaterales. El aumento de la morosidad y unos balances repletos de activos inmobiliarios invendibles han dado al traste con la tradicional solvencia de las cajas. No son más de cinco las que superan el ratio de core capital (recursos capaces de absorber pérdidas) del 8% que exige Europa.
Una de las primeras que ha anunciado su interés en acogerse a la nueva legislación es La Caixa, la tercera entidad financiera española (detrás del Banco de Santander y del BBVA). Por solvencia es, junto con las cajas vascas e Ibercaja, la que menos lo necesita; pero gracias a la reforma, podrá crecer, buscar capital y salir de compras.
Con la reconversión se perderá, dicen los nostálgicos, la actividad social y cultural. Al carecer de accionistas, debían dedicar un mínimo del 50% de sus beneficios a reforzar capital y otro porcentaje del resultado (no más del 25%) a la Obra Social. Sin embargo, en los últimos cinco años, con la caída del beneficio, sus presupuestos sociales se han reducido considerablemente. Hace un siglo, organizaban homenajes a la vejez y levantaban hospitales para tuberculosos. Posteriormente, con la democracia y el Estado de bienestar, se dedicaron a organizar exposiciones de arte, edificar museos o contribuir a proyectos educativos y científicos. Actividades encomiables, pero similares a las que realizan también las fundaciones de los bancos.
No lloren por la Obra Social. Nada impide que las nuevas entidades puedan seguir contribuyendo a la mejora de la sociedad. Tampoco lloren por las cajas que desaparezcan; las mejores se convertirán en bancos, serán más solventes y sus clientes tendrán los depósitos en lugar seguro, primera y más importante misión. Por el contrario, deberían preocuparnos esas otras cajas que, tras años de mala gestión, serán incapaces de atraer inversores y necesitarán que el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) les rescate. Se necesitarán entre 22.000 millones de euros, según el Gobierno, y 80.000 millones, según los expertos. Más déficit público. ¿Vale la pena? Solo en los casos que de la nacionalización surjan entidades fuertes e independientes, capaces de sobrevivir en el siglo XXI.

Rosa Cullell 

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