Emma Riverola Escritora
Albert acaba de elegir el pastel más grande y vistoso de la pastelería. Un barroco corazón de nata adornado con rosas de azúcar, perlas de anís y un horrendo Cupido en el centro. Observa cómo la dependienta dispone las tiras de cartón para proteger el dulce y se palpa el bolsillo derecho de la americana. Sí, ahí está. Un sobre azul, el color preferido de su mujer, con la reserva de un romántico fin de semana en Praga. Veinte años atrás, cuando se conocieron, le prometió llevarla.
La dependienta coloca una etiqueta en forma de corazón, especial San Valentín. Albert está inquieto. En cinco minutos llegará a casa y se encontrará con su mujer. Puede imaginar lo que ocurrirá. Ella mirará el pastel con rostro de sorpresa, se le escapará un grito de alegría cuando vea los billetes y se lanzará sobre él. Albert la abrazará, la cubrirá de besos. Le dirá y le repetirá que la ama, que es la mujer de su vida. Y, como si fuera la flecha de ese ridículo Cupido, tratará de clavar esas palabras en su pecho. Para que no se le escurran. Para seguir pensando que son verdad.
Albert siempre había despreciado el engendro comercial de San Valentín, pero eso era antes. Cuando el te quiero no era una muletilla. Cuando la telefoneaba para decirle nada y se perdía en su olor. Entonces, no buscaba en los escaparates la pasión perdida. La dependienta le entrega el pastel: kilo y medio de amor.
Albert siempre había despreciado el engendro comercial de San Valentín, pero eso era antes. Cuando el te quiero no era una muletilla. Cuando la telefoneaba para decirle nada y se perdía en su olor. Entonces, no buscaba en los escaparates la pasión perdida. La dependienta le entrega el pastel: kilo y medio de amor.
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