Emma Riverola Escritora
Trata de mantener el ánimo. Aún tiene un sueldo. Eso es más de lo que pueden decir sus compañeros recién despedidos. Ni siquiera sabe por qué se libró de la última criba. La cuarta desde que la empresa dejó de lucir los beneficios de antaño. La peor fue la que se llevó por delante a Manel y a Mar, sus colegas de fatigas de los últimos 20 años. Quizá es este arcaico programa de contabilidad, se dice para sí mismo. Él es el único que sabe cómo funciona.
Albert apenas separa la vista de la pantalla. No le gusta ver tantas sillas vacías y le pesa ese silencio pegajoso que envuelve la oficina. Cada vez hay menos trabajo, y aunque él trata de estirarlo todo cuanto puede, la jornada es como un traje que se le ha quedado holgado. Teme las horas en blanco, sabe que son un billete directo al despido. Por eso se pierde repasando balances, revisando cuentas que ya cuadraron u ordenando papeles que nunca se extraviaron.
«¿Muy liado, Albert?», le inquiere cada tarde el director antes de irse, y él aprovecha para hacerle una consulta sobre la que nunca tuvo dudas. Pero hoy el director llega acompañado. Tiene una buena noticia para él, asegura. Van a instalar un nuevo software contable. Mucho más rápido y sencillo, asegura. Albert trata de dibujar una sonrisa de agradecimiento. Pero ya nadie le mira. Y el silencio, ese aliento espeso y persistente, le susurra que ya no es imprescindible.
«¿Muy liado, Albert?», le inquiere cada tarde el director antes de irse, y él aprovecha para hacerle una consulta sobre la que nunca tuvo dudas. Pero hoy el director llega acompañado. Tiene una buena noticia para él, asegura. Van a instalar un nuevo software contable. Mucho más rápido y sencillo, asegura. Albert trata de dibujar una sonrisa de agradecimiento. Pero ya nadie le mira. Y el silencio, ese aliento espeso y persistente, le susurra que ya no es imprescindible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario