Emma Riverola
La muerte anda contenta, al fin tiene consigo a uno de sus hijos predilectos, Eduardo Massera. Ese que tantas víctimas sacrificó en su honor. El que consiguió que miles de jóvenes, con el cuerpo y el alma rotos, rogaran el filo de su guadaña.
En 1985, Massera alegó haber librado una guerra justa contra el terrorismo subversivo. Hoy, en sus memorias, Bush defiende la práctica de torturas durante la guerra de Irak y, desenmascarada la farsa de las armas de destrucción masiva, sigue recurriendo al pretexto de la lucha contra el terrorismo para justificar la invasión y la muerte de decenas de miles de personas. Sí, la muerte está contenta, tiene grandes amigos.
La muerte y el exalmirante argentino, como dos viejos amigos, quizá estén ahora rememorando algún episodio de los tiempos gloriosos. Aquellos años en que Massera era el responsable del centro de detenciones emblemático de la dictadura, la ESMA, una perfecta organización de tortura y desaparición. Quizá recuerden la vida de los detenidos. Siempre con los pies encadenados, las manos esposadas y encapuchados, estremeciéndose con los gritos de los compañeros mientras la picana eléctrica devastaba sus carnes. O añoren la desesperación de las madres que parían hijos que nunca cuidarían. O evoquen aquellos poéticos vuelos de la muerte. Especialmente el momento en que los cuerpos sedados eran arrojados al mar.
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