"Hagamos un trato", le dijo ella, "si tú me das una vida larga yo a cambio te prometo aprovechar todos y cada uno de los días de mi vida". Ella supo, aunque no recibiera ninguna señal de la otra parte, que el trato estaba hecho. y cumplió su parte del trato.
Tenía unos cinco años cuando hizo el trato. Era la menor de cuatro hermanos. Sus padres se dedicaban al vino, tenían un par de viñas que les permitían malvivir. Pero llegaron varios años de malas cosechas y las cosas fueron a peor, vendieron una viña y pudieron mal comer un par de meses, luego tuvo que venderse la otra, y pudieron mal comer un mes. El padre, buscando un dinero que no encontraba en el campo, se hizo guardia civil, y fue destinado a Oyón, cerca de Logroño. Pero el jornal tampoco era suficiente para una familia de 6 individuos y los dos hermanos mayores abandonaron su mundo e ingresaron en un monasterio él, en un convento ella. Ella por su parte, junto a su otra hermana, se quedaron en la casa familiar, ayudando en las viñas de otros más afortunados que ellos cuando hacía falta y en la casa todos los días.
Pasaron los años y a pesar de tener pretendientes ninguno la satisfacía así que un día antes de acostarse dijo "hagamos un trato, tú me encuentras un buen hombre y a cambio yo prometo dar un hijo a tu iglesia". Al día siguiente un nuevo guardia civil se presentó en el cuartel. Nada más verle supo que su trato había sido aceptado. No era guapo, tampoco feo, más bien serio y reservado, y era para ella. Alguna otra mujer, mujerzuela diría ella, trató de quitárselo, incluso una vez persiguió a una de ellas, la más fulana de todas diría ella, con la pistola de su padre. Nadie sabe que hubiera pasado si la pistola hubiera estado cargada. Al final, el chico reservado se atrevió a pedir su mano, y el padre, quizá por miedo al genio de ella, quizá por amor a ella, se la dio. Se prometieron y decidieron casarse un año más tarde, cuando tuvieran suficientes ahorros, pero un gallego tenía otros planes para ellos y para el resto del país. Se declaró la Guerra Civil. A su hermano lo sacaron del monasterio, le cambiaron el crucifijo por un fusil y lo mandaron a Madrid. A su prometido le mandaron a combatir a la República. "Hagamos un trato", dijo ella, "tú me los devuelves sanos y salvos y yo te doy otro hijo". Los dos volvieron, uno de ellos de vuelta al monasterio, el otro a su cama.
Hastiado de los horrores de la guerra, de las matanzas, asesinatos y abusos posteriores, su marido abandonó el uniforme y con el dinero ahorrado compraron viñas en el pueblo natal de él, donde las tierras y las vides eran de las mejores de la comarca. Y llegaron los hijos, a la primera la llamaron como a su hermana mayor, ya monja en un convento en los alrededores de Bilbao. Puede que el último trato fuera tomado al pie de la letra, puede que fuera la fatalidad, en cualquier caso la siguiente murió a los pocos días de nacer. Se lloró en la casa por la niña apenas conocida pero poco, no había tiempo para ello, había bocas que alimentar, viñas que trabajar. Posteriormente vinieron tres niñas más. Los chistes eran constantes en el pueblo sobre la cantidad de mujeres que había en su casa, "hay más rajas en tu casa que en las paredes de mi casa" se oía decir en la taberna. Pero él callaba, agarrado a su vaso de vino, y cuándo era necesario también daba sus pinchazos. La vida era dura en aquellos tiempos de miseria y hambre. Para poder alimentar a su mujer e hijas, él tuvo que ser el peón de los terratenientes locales y sólo los domingos le quedaba libre para trabajar en sus viñas. Tenía que escabullirse de madrugada para que el cura no le viese y volvía a la hora de la siesta. Pero como nada escapa a los ojos del Señor un día el cura le pilló, sudado y manchado con la azada al hombro. "¿No sabes que está prohibido trabajar los domingos?, es el día que Dios descansó". El hombre dejó la azada en el suelo, y le respondió, "como diría mi mujer, hagamos un trato, usted se encarga de que Dios alimente a mi familia y yo descanso el Domingo", a lo que el cura sólo pudo responder, "si te vuelvo a ver, tendré que denunciarte a la Guardia Civil". Desde ese día, Dios guió los pasos del cura por otros caminos, o eso diría ella. Cuando la hija mayor tuvo la edad suficiente entró de sirvienta en la casa de los más ricos del pueblo, y todas las semanas daba su paga, y alguna que otra sobra de la mesa que recogía, a su madre. La siguiente, por mediación de su tía monja, fue internada en un colegio de monjas y acabó convirtiéndose ella misma en una de ellas, cumpliéndose con ello el trato sellado varios años antes. Las tres pequeñas siguieron en el colegio del pueblo, llenando la casa de risas, y de vez en cuando de lloros.
Entre alegrías, penurias, risas y lloros, los años se fueron dejando atrás, aparecieron los novios y más tarde los maridos, y con ellos se fueron las hijas y llegaron los nietos. De nuevo la casa se llenó de pañales, biberones, peleas entre niños, y risas infantiles. Todos los veranos las hijas venían a pasar unos días con sus padres, algunas dejaban a los hijos los meses de vacaciones. Los niños iban y venían dejando tras de ellos puertas abiertas por las que entraba el calor y se escapaba el frescor y el grito del abuelo "esa puerta... Ya verás cuando te coja". Un día a ella le tocó ir al médico, el cual le dijo ""tiene usted una edad ya avanzada por ello es recomendable que deje de beber vino, quítese la sal de las comidas y tenga cuidado con el colesterol", a lo que, mirándole a los ojos, le respondió, "la vida sin un trago de vino, un poco de sal y una guindillita que de sabor a las comidas, ni es vida ni es nada, así que, si no le importa, hagamos un trato, yo seguiré tomando un poco de vino y echando un poco de sal a las comidas y a cambio entre los dos nos ocupamos del colesterol." El médico no tuvo otra opción que aceptar el trato. Los nietos, entre trago y trago de vino de los abuelos, fueron creciendo y también ante ellos aparecieron los novios y las novias. En la boda de una de ellos algo se rompió en la cabeza del hombre serio y taciturno que junto con su mujer había creado esa familia. Ella, cerrando los ojos dijo, "hagamos un trato, si dejas que se quede conmigo unos años más a cambio prometo no maldecirte cuando te lo lleves para siempre". Puede que por miedo a su genio, puede que por su amor a ella, el trato quedo aceptado. El vivió cinco años más, aunque día a día su mente iba perdiendo facultades. Un día él, que se había enfrentado a la cárcel por ellas, empezó a olvidar los nombres de su mujer y de sus hijas, poco después él, que ni en los días más calurosos con la espalda baldada de tanto doblarse para quitar las malas hierbas había soltado un joder, empezó a insultar a presentes y ausentes, días más tarde él, que la única ayuda que había necesitado era la de su mujer, empezó a perder el control de su cuerpo. Durante los cinco años siguientes, ella sola al principio, después con la ayuda de alguna de sus hijas, le cuidó como había hecho toda su vida y nadie puede decir que ella maldijese su mala suerte ni una sola vez. Pasaron los años, y en una cama de hospital rodeado de su mujer e hijas el hombre serio y taciturno se fue como había vivido, tranquilo y sin hacer ruido. Ella lloró porque algo dentro suyo había sido perdido para siempre.
Dos años más tarde, paseando por los caminos de su pueblo, empezó a quejarse del dolor en una pierna. Preocupados, su yerno la llevó al hospital más cercano. Su estado iba empeorando poco a poco, perdió la autoridad sobre sus extremidades, y los órganos internos iban poco a poco perdiendo el interés por seguir trabajando. Los médicos y enfermeras miraban a los familiares y en voz baja decían "no quedan más que horas, días a lo sumo, para que se vaya". En su sueño comatoso, ella se dirigió a él por última vez, "hagamos un trato, deja que vea el futuro de mi familia y a cambio no iré a quejarme ante ti cuando llegue mi hora." Al día siguiente, abrió los ojos, y miró a su familia. Día a día volvió a tomar control de su cuerpo y de su vida. La recuperación no fue milagrosa, fueron varios los meses los que tardó en volver a acercarse a lo que había sido. El médico cuando veía una botella de vino no podía evitar sonreír. Los nietos le dieron bisnietas, y ella, sin responsabilidades por primera vez en la vida, jugaba con ellas, les hacía ropa de encaje y disfrutaba de la vida, como había hecho siempre. Dos años más tarde, murió, tranquila y sonriente y nadie entendió el significado de sus últimas palabras, "has cumplido tu parte del trato."
http://lacomunidad.elpais.com/johnny-99/2010/10/7/hagamos-trato
Hacer tratos con los de arriba, siempre salen bien, lo digo por experienzia.
ResponderEliminarUn beso poeta.