La geografía suele tener una parte invariable. Como la química y su tabla periódica de los elementos. A la geografía se la aprende a medida que vamos profundizando en ella. Pero los mares y los montes, las llanuras y el relieve de las costas son invariables. Todo lo más, algún cambio de capital, un corrimiento de fronteras o la desviación accidental o interesada de algún río. La geografía, con esos pequeños guiños, nos pide más atención. Y se la damos. Curiosamente, para hablar del rostro del planeta se usa un eufemismo alarmante: a las cordilleras, a los cabos, a las fallas y a los desiertos se les suele llamar «accidentes geográficos». Pero para ver un verdadero accidente basta ir al bellísimo espacio que la empresa Roca, en un ejemplar acto de mecenazgo, ha instalado en lo alto de la calle de Joan Güell, junto a El Corte Inglés de Maria Cristina. Ahí, en el subterráneo, verán lo que es uno de los más sonados accidentes de la Tierra. La desaparición del mar de Aral, en el corazón de Asia, entre las actuales repúblicas del Uzbekistán y del Kazajstán.
El mar de Aral hace 40 años era el cuarto lago mayor del mundo. Los preclaros ingenieros soviéticos decidieron aprovechar el agua de los ríos que abastecían Aral para irrigar extensas plantaciones de algodón. Los canales, mal revestidos, se evaporaban y el agua dejó de llegar al mar. La flota pesquera y las industrias conserveras quedaron varadas en el barro. El algodón se agostó y los fertilizantes, levantados ahora por el viento, han convertido el lugar en el más polucionado del planeta. El apocalipsis no llega en un día, sino en unos cuantos años. Pero cuando llega el apocalipsis es para quedarse.
Isabel Coixet ha coordinado las filmaciones que acompañan ese espacio extraño. Seco y árido en el subterráneo y fascinante en la exposición que Roca Gallery ha diseñado para exaltación del agua. Los lagos siempre han despertado la fascinación de los agoreros. En el fondo de un lago hay monstruos. A veces hay ninfas encantadas que cantan en las noches de luna llena. En el fondo de los lagos se escuchan las campanas de pueblos anegados. En los lagos hay tesoros antiguos y todos los cadáveres de los crímenes jamás resueltos. Pero no sabíamos que el peligro mayor de los lagos está precisamente en su fragilidad. El lago, aprisionado entre montañas, tiene vocación de rocío y de nube. Todos los lagos quieren volar y dejan tras de sí un rastro de salmuera y de arena.
Ayer lunes, la exposición sobre la muerte del mar de Aral contaba con un número destacado de visitantes, todos en silencio, mecidos por la banda sonora de un viento que va peinando las dunas recién creadas. Un niño jugaba con una pelota cargada de frases bellas sobre la ausencia. No hace falta ser niño para usar el planeta como un balón de las vanidades industriales. Una voz de una visitante, como una oración: «¿Cómo es posible que no hagan algo para acabar con esto?» Existe una humanidad que mira más lejos y que entiende que perder un lago es el preludio de otras pérdidas. En una de las filmaciones, una familia se monta a un ferri que va a Mallorca, pero el litoral de la Península se acaba tragando las islas y hay que continuar a pie. Esa era la dimensión original del mar de Aral. Y esa es la dimensión del desierto salado que se encontraba agazapado en su lecho.
El visitante se va del espacio protector de Roca con esa angustia que proporcionan los horizontes demasiado inalcanzables. Una frase de la baronesa Blixen nos da un pequeño consuelo: «En la vida todo se cura siempre con agua salada. Sudor, lágrimas o el mar». El mar se fue. Nos queda en el cuenco de la mano la sal de la hospitalidad y la esperanza.
JOAN BARRIL
El mar de Aral hace 40 años era el cuarto lago mayor del mundo. Los preclaros ingenieros soviéticos decidieron aprovechar el agua de los ríos que abastecían Aral para irrigar extensas plantaciones de algodón. Los canales, mal revestidos, se evaporaban y el agua dejó de llegar al mar. La flota pesquera y las industrias conserveras quedaron varadas en el barro. El algodón se agostó y los fertilizantes, levantados ahora por el viento, han convertido el lugar en el más polucionado del planeta. El apocalipsis no llega en un día, sino en unos cuantos años. Pero cuando llega el apocalipsis es para quedarse.
Isabel Coixet ha coordinado las filmaciones que acompañan ese espacio extraño. Seco y árido en el subterráneo y fascinante en la exposición que Roca Gallery ha diseñado para exaltación del agua. Los lagos siempre han despertado la fascinación de los agoreros. En el fondo de un lago hay monstruos. A veces hay ninfas encantadas que cantan en las noches de luna llena. En el fondo de los lagos se escuchan las campanas de pueblos anegados. En los lagos hay tesoros antiguos y todos los cadáveres de los crímenes jamás resueltos. Pero no sabíamos que el peligro mayor de los lagos está precisamente en su fragilidad. El lago, aprisionado entre montañas, tiene vocación de rocío y de nube. Todos los lagos quieren volar y dejan tras de sí un rastro de salmuera y de arena.
Ayer lunes, la exposición sobre la muerte del mar de Aral contaba con un número destacado de visitantes, todos en silencio, mecidos por la banda sonora de un viento que va peinando las dunas recién creadas. Un niño jugaba con una pelota cargada de frases bellas sobre la ausencia. No hace falta ser niño para usar el planeta como un balón de las vanidades industriales. Una voz de una visitante, como una oración: «¿Cómo es posible que no hagan algo para acabar con esto?» Existe una humanidad que mira más lejos y que entiende que perder un lago es el preludio de otras pérdidas. En una de las filmaciones, una familia se monta a un ferri que va a Mallorca, pero el litoral de la Península se acaba tragando las islas y hay que continuar a pie. Esa era la dimensión original del mar de Aral. Y esa es la dimensión del desierto salado que se encontraba agazapado en su lecho.
El visitante se va del espacio protector de Roca con esa angustia que proporcionan los horizontes demasiado inalcanzables. Una frase de la baronesa Blixen nos da un pequeño consuelo: «En la vida todo se cura siempre con agua salada. Sudor, lágrimas o el mar». El mar se fue. Nos queda en el cuenco de la mano la sal de la hospitalidad y la esperanza.
JOAN BARRIL
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