Uno de los indicadores que manejan los economistas para establecer el grado de la crisis es el vaivén del consumo. Al fin y al cabo en eso se ha convertido la economía. Ahora, se le llama consumo y antes era simplemente la capacidad de comprar, de vender o incluso de autoabastecerse. Hoy el ciudadano ya es solo un consumidor. Y el consumidor ya no se limita a sentirse satisfecho con los productos básicos.
El consumidor del primer mundo del siglo XXI a lo que aspira es al pequeño poder de las cosas superfluas.
Lo hemos visto estos días con la euforia desatada por la aparición de esa nueva máquina que es el iPad. Sin duda, se trata de una máquina prodigiosa, bella y útil. Pero lo que importa no es la máquina, sino su posesión y lo que ello significa. En todos esos gadgets que inundan el mercado de las ilusiones lo importante no es lo que vamos a hacer con ellos, sino, sobre todo, lo mucho que dejaremos de hacer.
Una de las motivaciones de venta más recurrentes es la sobredimensión de las prestaciones. En un e-book, nos dicen, caben más de 400 libros. Sin duda, es una buena noticia para el almacenaje del saber que beneficia fundamentalmente a la industria editorial. Nada que objetar, si no fuera porque difícilmente el usuario habrá leído en su vida esos 400 libros potenciales. Ni en la pantalla ni en el papel. Lo mismo sucedió con el iPod, cuando se nos recordaba que en aquel pequeño objeto había una capacidad para 10.000 canciones. ¿Cuál debe ser el uso cotidiano que se hace del iPod? La memoria humana da para 50 canciones. El trabajo de bajarse las prometidas 10.000 sería superior al goce de la audición de nuestras canciones más queridas.
En otro orden de bienes de consumo hemos visto a centenares de propietarios de vehículos de alta gama, con tracción en las cuatro ruedas, y preparados para cruzar desiertos y tundras, que solo han servido para ir renqueando por las ciudades llevando y recogiendo a los niños de la escuela. O esos otros coches de alta cilindrada, cuyo argumento de venta es la aceleración de 0 a 250 kilómetros por hora en pocos segundos, cuando no hay carretera en el mundo que permita esas velocidades. O esos carísimos relojes que pueden resistir una inmersión a 60 metros y cuyos portadores jamás van a dejar la tierra firme. En todos esos casos el consumo no es el resultado de una necesidad explícita, sino una demostración de potencia que nunca podremos comprobar.
En la formación familiar se solía conminar a los niños del siglo pasado a que se acabaran la comida del plato. La escasez alimentaria todavía formaba parte de la memoria colectiva de los mayores. Los abuelos solían decir aquello: «Tú no has pasado una guerra». Y los padres recordaban que «en el mundo hay gente que no tiene nada para comer». Pero esas admoniciones, en el país de las pizzas a domicilio, caen en saco roto. Triunfa la generación que entiende la abundancia como el desprecio hacia lo excedentario. Anteayer, los agentes de la propiedad inmobiliaria anunciaban un considerable repunte del 70% en la compra de pisos respecto al mismo periodo del año pasado. ¿Significa esto que cada vivienda va a ser ocupada por aquellos que no tienen? ¿O es que una vez más el gran motor económico es la confusión entre el valor de uso y el valor de cambio?
La necesidad es más virtual que real. Tenemos el poder de almacenaje en las manos. Pero, ¿qué hemos hecho del buen criterio? Disponemos de toda la información, pero, ¿tenemos conocimiento?
Joan Barril
Todita la razón, sin duda.
ResponderEliminarLa manía del cuervo, de coger aquello que brilla, es buen ejemplo, mas, ¿para que lo quiere?.
Enhorabuena. Gran razonamiento.
Un biquiño.