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miércoles, 10 de febrero de 2010

LOS DRAGONES HUELEN MAL



Una de las pruebas de la bondad humana es la incapacidad de comprender el Mal. De ahí que a los culpables de todas las barbaridades se les intente humanizar a partir de su pasado, de su familia, de los traumas de juventud o de las malas compañías. No está previsto que el Mal surja por generación espontánea y anide en algún personaje de esos que trascienden a su propia muerte.
A menudo la gente de bien tiene la necesidad de montar una suerte de hit-parade del Mal. Es, sin duda, un trabajo tan difícil como encontrar al hombre o la mujer del año. El Bien se confunde a menudo con la simple popularidad. El Mal, por el contrario, tiende a buscar una cuantificación: cuantas más muertes haya producido un candidato a la encarnación del Mal, más malo será. Pero la cuantificación de las víctimas siempre tiende a matizarse. Si el Mal es la muerte directa de muchos, ¿cuántos son esos muchos? Los cráneos de los campos del silencio camboyanos son numéricamente inferiores a las víctimas de Stalin en su gran Unión Soviética, pero proporcionalmente significaron una reducción importante de la población camboyana. De la misma manera, las dos bombas atómicas que Truman lanzó sobre Japón, ¿son comparables a las matanzas artesanales a golpe de machete de los hutus contra los tutsis en el genocidio de Ruanda? ¿Se puede establecer una jerarquía del Mal en la antigua persecución del pueblo armenio por parte de los turcos y compararla con la tarea de tortura y eliminación sistemáticas de una generación casi completa de argentinos bajo la Junta Militar? Definitivamente, el Mal no se comprende con cifras, sino con la perversión que significa la creencia de unos matarifes ennoblecidos y de unas víctimas cosificadas.
Llegados a ese punto, aparece la encarnación del gran Mal del siglo XX. El verdugo insaciable que diseñó una política industrial para la purificación de su propia especie. Adolf Hitler ha sido colocado en la cúspide del Mal precisamente para trivializar a sus aprendices. En la barbarie organizada y en la crueldad hacia la Humanidad se supone que Hitler es insuperable. De ahí la fascinación que ejerce en los demócratas ese paladín del Mal afortunadamente ya inofensivo. Uno de sus hombres, el almirante Doenitz, es el autor de unas órdenes draconianas a la marina de guerra del Tercer Reich por las que decretaba la aniquilación física de los supervivientes enemigos y el hundimiento sistemático de los barcos de socorro. Doenitz fue condenado en Núremberg a 10 años de prisión. Lo que no cuenta la historia del Mal es que contemporáneamente el almirante norteamericano Nimitz también dictó la misma orden a la Navy para exterminar a los soldados japoneses. Ese fue el mérito póstumo de Hitler. Tras el Holocausto y el salvajismo de las tropas alemanas, los demás se permitieron todo tipo de desmanes.
Pero de los dictadores, como del cerdo, todo se aprovecha. Y una ilustre odontóloga alemana acaba de examinar las fichas del dentista de Hitler y ha decidido que el gran dictador no solo era cruel, fanático y salvaje, sino que además padecía halitosis. Cuando ya nada podemos hacer para conjurar el Mal bajo nuestras propias banderas, entonces recurrimos a la halitosis del enemigo que ya no puede ser juzgado. Ahora se le imputa a Hitler la única dolencia que no pudo elegir. Mientras tanto, ciertas democracias occidentales pueden continuar exterminando a quien quieran con la fragancia de las rosas americanas y el aroma dulzón del napalm israelí. 



JOAN BARRIL

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