Los auténticos dioses
El 13 de noviembre de 1985, el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción devastando todas las poblaciones rurales con las que se encontró a su paso. De entre todas ellas, Armero (Colombia) fue la que más sufrió, muriendo casi la totalidad de sus 25.000 habitantes. Pero de entre todas esas vidas, sin duda la que más tardó en desaparecer fue la de una niña de 13 años: Omayra Sánchez.
Omayra, en el momento en que la muerte vino a buscarla, estaba con su hermano mayor, su padre y su tío. Todos ellos quedaron sepultados bajo los escombros de su propia casa, todos menos ella que se mantuvo atrapada encima de los cuerpos de sus familiares, como si éstos, ya sin vida, aún intentasen mantenerla a flote.
Cuando “los socorristas” intentaron sacarla, comprobaron que sus piernas estaban atrapadas. La solución: amputarlas, pero carecían de medios. Otra alternativa consistía en traer una motobomba para succionar el fango, pero -cosas de la vida- la única disponible estaba lejos, así que decidieron dejarla morir. Durante tres días las cámaras de televisión estuvieron retransmitiendo su agonía en directo, hasta que el 16 de noviembre -tres días después- murió.
En 1985 el hombre ya hacía varios años que había pisado la Luna, sacábamos petróleo a miles de metros de profundidad y nuestros misiles podían acertar un blanco a unas distancias considerables; en cambio, no fuimos capaces de rescatar el cuerpo de una niña que, como mucho, debía tener las piernas a poco más de un metro bajo el fango. Y lo más curioso de todo es que durante el año anterior el volcán ya había dado varias señales de una creciente actividad, pero nadie hizo nada.
Recordaré siempre aquella época por dos razones: la primera es que estuve varias noches llorando por esa niña que tenía mi edad y acababa de morir ante mis ojos, y la segunda porque coincidió con que comenzaban -en el catecismo- a inculcarme la idea de Dios. Esos dos sucesos se mezclaron en mi cabeza de forma confusa y, con apenas nueve años, me planteé preguntas que muchos adultos aún no son capaces de hacerse.
Con el tiempo me he dado cuenta de que cuando un tsunami se lleva por delante 250.000 vidas o un terremoto arrasa un país, los primeros que van a ayudar son personas normales: médicos, voluntarios, bomberos… gente que sin pensárselo dos veces acuden en ayuda de los necesitados. En cambio nunca he visto por allí a ningún cardenal, entendible en cierta manera, pues ¿quiénes son ellos para para contradecir la voluntad de su Dios?
Por eso, hace ya mucho tiempo, decidí cambiar de religión y, en lugar de subvencionar a unos sacerdotes que dedican la mayor parte de su vida a meterse con los que no piensan igual que ellos, decidí ayudar a personas que dan su vida por los demás, que hacen lo que yo no me atrevería a hacer. Personas que están más cerca del cielo de lo que lo estará nunca ninguno de los habitantes del Vaticano.
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P.D.: Si usted se ha dado cuenta de que cualquier pared del Vaticano bastaría para hacer llegar toda la ayuda necesaria a Haití, y en cambio ve que allí no hay previstas reformas, le animo a que cambie de religión.
Yo le propongo éstas:
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