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viernes, 20 de noviembre de 2009
LAS MUJERES QUE HAY EN MÍ
JOAN BARRIL
Tal día como hoy, de hace muchos años, murió el dictador. Y tal día como ayer de hace todavía más años las mujeres votaron por primera vez en España. A veces las cosas obvias cuestan. La democracia es ese sistema imperfecto que merece las alabanzas de los gobernantes, pero que despierta todo tipo de suspicacias. La democracia solo es buena cuando se la reparten aquellos que creen que han sido llamados al Gobierno.
Nadie quiere que en el recuento participen advenedizos. Esta España que hoy justifica los bombardeos a países lejanos y que denuncia los déficits democráticos de sus instituciones no quiere darse cuenta de que el voto de las mujeres solo tiene 75 años. Y que durante cuatro décadas la urna fue en España un invento del diablo.
De todas las causas realmente angustiosas de la convivencia humana, el acceso de las mujeres al sufragio es algo que merece una reflexión. Ya no solo se trata del voto, sino de los motivos que llevaron durante tanto tiempo a negarles el voto a las mujeres. Y no se trata ahora de considerar que la feminofobia electoral fuera un rasgo genuinamente español.
Otros países que durante años han sido un ejemplo de orden y de supuesto rigor no abrieron el derecho del voto a las mujeres hasta hace bien poco. Suiza lo aprobó en 1971 y las mujeres de Liechtenstein no consiguieron su sufragio hasta 1984. Eran años en los que estos bastiones del capitalismo europeo no eran muy distintos, democráticamente hablando, de las dictaduras del Pacto de Varsovia. Pero pocos meses antes de que se empezara a asolar Afganistán para encontrar a Bin Laden y para sacar el burka de las mujeres afganas, el Cercle del Liceu de Barcelona aprobó en una tumultuosa asamblea la posibilidad de que las mujeres pudieran ser socias de tan selecta institución. Eso sucedía el 2 de abril del 2001, como quién dice, anteayer.
¿Qué extraño atavismo ha conseguido esa marginación política de la mujer durante el siglo XX? Las manifestaciones de las llamadas «sufragistas» de principios del siglo pasado, con sus sombreros y sus miriñaques, tuvieron que enfrentarse a hombres barbados que clamaban por la negativa al sufragio femenino.
De nada habían servido las declaraciones de independencia de tantos países americanos ni la declaración de los derechos del hombre. La mujer continuó en la sombra política hasta que la primera guerra mundial llevó a muchas de ellas a los campos de batalla y la segunda significó la incorporación a un sistema productivo para suplir a los obreros que cambiaron la llave inglesa por el fusil.
Pero hablábamos de España y de esos derechos constantemente puestos en duda por el sistema. El voto femenino de 1933 llevó a la derecha al poder, dicen algunos. Pero las milicianas del Frente Popular combatieron en primera línea contra el fascismo. Luego todo fue un nuevo paso atrás. Hoy se nos hace difícil contarle a una chica universitaria que, no hace tanto tiempo, la mujer, por el simple hecho de serlo, necesitaba el permiso marital para abrir una cuenta corriente o para comprarse un coche a plazos.
Setenta y cinco años de voto femenino nos llevan a pensar que esta conquista política ya es irreversible y que, de ahora en adelante, tal vez la democracia podrá ser abolida por la fuerza de las armas, pero, en el supuesto de que lo sea, será una abolición para todos. El mundo no está completo y la igualdad ciudadana continúa siendo una causa. Pero hoy es un día feliz para las mujeres y un día de contrición para ciertos hombres.
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