JOAN BARRIL
¿Cuánto pesa el papel? El papel en blanco pesa más bien poco. Para que realmente el papel se convierta en una mercancía preciosa hay que escribir algo sobre él. A veces lo más valioso es una cifra. A veces basta con una declaración política. Para los ciudadanos más comunes, el papel más preciado es el que acoge el teléfono de la persona deseada. Y el papel impreso sirve para tomar en serio las palabras que van a ser escritas y para recapacitar sobre las palabras que vamos a leer. Yo escribo, tú me lees. Tu me respondes, yo estoy en desacuerdo. Yo te matizo, tú te mantienes en tus tesis. Y mañana nos tomamos un café juntos. Eso es el papel y eso es la libertad de prensa.Pero existe una gente que no ama ni la letra ni los argumentos y que solo usa las palabras como proyectiles para hundir al que suponen contrario. Los unos y los otros han llegado al campo civilizado del pensamiento escrito. Pero ahora vemos que algunos comparten la escritura, pero abominan del pensamiento, porque el pensamiento ha de tender precisamente a la búsqueda de la verdad. Pero la verdad se oculta en las ideas preconcebidas. Eso es lo que está pasando en España. Se quiso hacer una España abierta y distinta y, en vez de acudir a las armas como ha sido costumbre, la España de siempre, la que no puede pensar porque tantos años de poder la han privado del fértil sentimiento de la duda, ha recurrido a las palabras.
Debo decirles que, en mi creciente escepticismo en torno a la manera de entender la política catalana, hacía tiempo que no me sentía tan orgulloso de pertenecer a un oficio capaz de publicar de común acuerdo un editorial como el que ayer publicaron diarios cuyo denominador común era la catalanidad de sus planteamientos. Entre esos diarios había publicaciones que no ocultan su independentismo y otros periódicos de cariz liberal-conservador. Veremos qué hacen en los próximos días algunos de los diarios que se reclaman de la globalidad o del progresismo español. Y otros, como siempre, gastaron ayer un día de su vida para encontrar algún elemento torticero con el que enfrentarse a lo que ellos consideran «el pensamiento único». El diario El Mundo llegó a afirmar en primera que «es imposible decir más falsedades con peor intención en menos espacio». Lo dice el periódico que más espacio y durante más tiempo ha mentido intencionadamente sobre la realidad catalana.
A los que nos sentimos realmente interesados por España, por su cultura y sus gentes, nos entristece comprobar cómo España solo se sostiene con la invención del enemigo común. Nos sabe mal esa idea excluyente de entender las lenguas ajenas no como una riqueza, sino como un agravio. Nos preocupa que entre la verdad revelada de una España cerrada se vaya echando la leña al fuego de una separación –al menos mental– que empieza a ser inevitable. Que no se preocupen El Mundo y sus creyentes: a veces basta el peso de una hoja de papel impreso para que provoque el dolor de esa enfermedad opulenta que es la gota. Digan lo que digan, jamás dejaré de interesarme por España, donde tantos amigos tengo y tendré. Pero gracias a El Mundo y sus adláteres dejaré de ir a España como ciudadano y me limitaré a gozar de España como turista. Eso, claro está, mientras el Tribunal Constitucional y sus voceros no me dejen tirado en la frontera como a un inmigrante cualquiera. Una vez más me pregunto: pero, ¿a esos usurpadores de España, qué coño les hemos hecho?
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