La fealdad del golpista
- TOÑO VEGA
Desde el imperio romano, una de las formas clásicas de usurpar el poder ha sido el golpe de Estado. Más recientemente, y en muy contadas ocasiones, el golpe de Estado se ha visto sustituido por una revolución. Pero las revoluciones han caído en desuso, mientras que los golpes continúan estando en el manual a duras penas secreto de cualquier militar que se precie. Pero el golpe de Estado –como los terremotos– tiene distintas gradaciones. En primer lugar, se trata de sacarse de encima al gobernante indeseable y a su camarilla. Se les puede meter apresuradamente en un avión y mandarlos a otro país, adonde llegarán en el bien entendido de que el avión no estalle en pleno vuelo. El siguiente paso consiste en proceder a su liquidación física y a su sustitución por un Gobierno títere. En el grado intermedio del golpe de Estado se procede a la censura de los medios de comunicación y se decreta un bonito toque de queda. Finalmente, si el golpe no triunfa del todo y se detectan síntomas de resistencia, se actúa a la manera clásica, que no es otra que el encarcelamiento de los resistentes y su lenta y ejemplar desaparición.
En Honduras hoy nos encontramos en los estados iniciales del golpe. Zelaya se encuentra en el extranjero y otro presidente no electo ocupa su lugar. Por las calles patrulla el Ejército armado haciendo gala de ese entrañable gesto golpista consistente en poner la mano sobre el objetivo de todas las cámaras y decir que se disuelvan, porque de lo contrario «no responden de nada». El golpista jamás responde de nada. Suele decir que está ahí para defender la libertad, mientras frente a él los manifestantes ofrecen sus cuerpos y sus vidas a favor de la libertad. La libertad, por lo visto, jamás es un valor en sí mismo, sino en función de quien quiere reclamarla. La libertad que inspira al golpista se nutre de muchas prisiones.
Pero es curioso lo que ha sucedido en Honduras. América Latina es un espléndido campo de entrenamiento de golpistas de toda ralea. Incluso el gran Hugo Chávez, ese que se siente indignado por el golpe del Ejército hondureño, protagonizó en su día alguna que otra asonada militar. Pero una cosa es protagonizar un golpe y otra muy distinta que le monten un golpe a sus amigos. Y en esas aparece la Unión Europea, el Rey de España –¿por qué no te callas?– y hasta Obama para recordar que no hay nada más serio que un presidente constitucional como Zelaya, por más primo que se sienta hoy de los bolivarianos.
Esa es la sorpresa de estos días. El Departamento de Estado norteamericano, ese mismo lugar desde el que el premio Nobel de la Paz Henry Kissinger diseñó la operación Cóndor, que acabó con las libertades de los chilenos, los argentinos, los uruguayos, los paraguayos, los brasileños y los bolivianos, se ha convertido en el máximo garante de la legalidad hondureña. ¿Qué está pasando aquí?, deben de estar pensando los militares que han derrocado a Zelaya. ¿Cómo es que nadie nos quiere? ¿Por qué no se aplica la llamada doctrina Estrada, esa muestra de hipocresía internacional que consideraba que un golpe de Estado no era más que un asunto interno del país en el que se producía?
Pues, ya ven. El mundo, cuando ya queda lejos la amenaza soviética, no está por golpes de Estado. Y no lo está por geoestrategia, sino porque los actuales gobernantes consideran que los golpes de Estado no son de buena educación. Vaya, que no hay nada más feo que aquello de «quieto todo el mundo» y «todos al suelo».
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