JOAN BARRIL
En el gran carnaval de la política lo importante no es la verdad, sino los disfraces. Lo importante no es la sospecha, sino los defectos de forma. Los más viejos del lugar recordarán el famoso caso Naseiro, un episodio de corrupción que afectó a importantes cargos del PP, cómo no, de la Comunidad Valenciana. El caso Naseiro dejó de ser un caso porque las cintas telefónicas grabadas de las que se infería su culpabilidad tenían problemas de credibilidad judicial. Ya saben el latinajo que dice in dubbio, pro reo: ante la duda hay que actuar a favor del presunto culpable. No suele ser así.
Pero una cosa es salvar a alguien de la cárcel por un bienintencionado garantismo, y otra, el mantenimiento de los sospechosos al frente de organismos de gobierno. En el ya famoso caso de los vestidos de Francisco Camps es evidente que se trata de un hecho penalmente menor, pero políticamente relevante. Sin embargo, la reacción política ha sido de grandes alharacas y de adhesiones incondicionales. Cuando conviene, los jueces son el brazo del pueblo. Cuando no conviene, los magistrados son unos sicarios del Gobierno.
Y es entonces cuando se explica que las pequeñas trapacerías textiles de un gobernante se cubran con los gritos de “presidente, presidente”. Los que se llenan la boca con el Estado de derecho tienen un concepto gaseoso del derecho y una idea patrimonial del Estado. Al Estado y al derecho se les ha de defender con una apelación a la confianza del ciudadano. Mal contribuye esa juerga popular que envuelve al imputado Camps a la credibilidad de la política. La dimisión es algo que ya no se lleva. Hoy, tras tanta comedia con los trajes, un niño puede decir --como en el cuento infantil-- que el presidente valenciano va desnudo.
La fórmula es responder al ataque judicial con el griterío de las gentes. La justicia ya no es el resultado de unas leyes y de una investigación. La justicia se está convirtiendo de nuevo en algo asambleario, como los antiguos griegos que mandaban a sus ciudadanos innobles al ostracismo a base de depositar sus piezas en forma de concha de ostra en el cesto de la inocencia o de la culpabilidad. Alguien se ha dado cuenta de que la opinión pública se mide por decibelios que pueden alterar el silencio de las sentencias.
Ahí está, por ejemplo, uno de los máximos encausados, Álvaro Pérez, también conocido como el Bigotes. Pues ahí, al palacio de justicia, llegó el Bigotes con los bigotes puestos. No solo eso, sino que alguno de sus simpatizantes --¿cómo se puede simpatizar con la sospecha de delito?-- no dudó en enarbolar pancartas en las que campaba un enorme mostacho negro como el del imputado de Orange Market.
En este curioso vodevil del Partido Popular ha regresado la época de todas las batallas antiguas. Los bigotes de Álvaro Pérez ya no son un adorno piloso, sino una prueba de resistencia. Más aún: es un logotipo de la resistencia del chanchullo frente a la justicia. Si el tal Pérez fuera un noble, imprimiría sus bigotes sobre un campo de gules y con esa plasmación heráldica marcharía como un caballero andante para decapitar a sastres infieles y arrancar puñetas torcidas. Gracias, el Bigotes, por darnos motivos de risa en el hastío político.
En el gran carnaval de la política lo importante no es la verdad, sino los disfraces. Lo importante no es la sospecha, sino los defectos de forma. Los más viejos del lugar recordarán el famoso caso Naseiro, un episodio de corrupción que afectó a importantes cargos del PP, cómo no, de la Comunidad Valenciana. El caso Naseiro dejó de ser un caso porque las cintas telefónicas grabadas de las que se infería su culpabilidad tenían problemas de credibilidad judicial. Ya saben el latinajo que dice in dubbio, pro reo: ante la duda hay que actuar a favor del presunto culpable. No suele ser así.
Pero una cosa es salvar a alguien de la cárcel por un bienintencionado garantismo, y otra, el mantenimiento de los sospechosos al frente de organismos de gobierno. En el ya famoso caso de los vestidos de Francisco Camps es evidente que se trata de un hecho penalmente menor, pero políticamente relevante. Sin embargo, la reacción política ha sido de grandes alharacas y de adhesiones incondicionales. Cuando conviene, los jueces son el brazo del pueblo. Cuando no conviene, los magistrados son unos sicarios del Gobierno.
Y es entonces cuando se explica que las pequeñas trapacerías textiles de un gobernante se cubran con los gritos de “presidente, presidente”. Los que se llenan la boca con el Estado de derecho tienen un concepto gaseoso del derecho y una idea patrimonial del Estado. Al Estado y al derecho se les ha de defender con una apelación a la confianza del ciudadano. Mal contribuye esa juerga popular que envuelve al imputado Camps a la credibilidad de la política. La dimisión es algo que ya no se lleva. Hoy, tras tanta comedia con los trajes, un niño puede decir --como en el cuento infantil-- que el presidente valenciano va desnudo.
La fórmula es responder al ataque judicial con el griterío de las gentes. La justicia ya no es el resultado de unas leyes y de una investigación. La justicia se está convirtiendo de nuevo en algo asambleario, como los antiguos griegos que mandaban a sus ciudadanos innobles al ostracismo a base de depositar sus piezas en forma de concha de ostra en el cesto de la inocencia o de la culpabilidad. Alguien se ha dado cuenta de que la opinión pública se mide por decibelios que pueden alterar el silencio de las sentencias.
Ahí está, por ejemplo, uno de los máximos encausados, Álvaro Pérez, también conocido como el Bigotes. Pues ahí, al palacio de justicia, llegó el Bigotes con los bigotes puestos. No solo eso, sino que alguno de sus simpatizantes --¿cómo se puede simpatizar con la sospecha de delito?-- no dudó en enarbolar pancartas en las que campaba un enorme mostacho negro como el del imputado de Orange Market.
En este curioso vodevil del Partido Popular ha regresado la época de todas las batallas antiguas. Los bigotes de Álvaro Pérez ya no son un adorno piloso, sino una prueba de resistencia. Más aún: es un logotipo de la resistencia del chanchullo frente a la justicia. Si el tal Pérez fuera un noble, imprimiría sus bigotes sobre un campo de gules y con esa plasmación heráldica marcharía como un caballero andante para decapitar a sastres infieles y arrancar puñetas torcidas. Gracias, el Bigotes, por darnos motivos de risa en el hastío político.
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