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miércoles, 15 de abril de 2009
¡CON LA IGLESIA HEMOS TOPADO!
El lince y el temor de Dios
Los predicadores medievales se entregaban a los revolcones que condenaban. Los sermones iban por un lado y su vida, por otro
1. • En la edad media la Iglesia ya recurrió al felino para lanzar mensajes manipuladores y tremendistas
ALFONSO S. Palomares*
En ocasiones, los caminos que sigue la inspiración para lograr un cartel perturbador en el paisaje publicitario son tan sinuosos e inescrutables como los que conducen a la santidad. Es el caso del niño y el cachorro del lince, dos bellas inocencias muy diferentes que soportan un texto dramático contra el proyecto de ley del aborto. Se trata de la foto de un niño, pero metafóricamente representa un embrión en el juego manipulador. En el cachorro del lince no hay metáforas: es un cachorro de lince, aunque no sea de lince ibérico, sino de lince boreal.
No es la primera vez que la Iglesia utiliza al lince para trasladar el peso del temor de Dios a las conciencias de los hombres y, especialmente, de las mujeres. El bellísimo lince de Beocia fue utilizado con fruición, a finales de la edad media, en varias geografías europeas, contra las pasiones pecaminosas que encendían en el corazón y en la sangre de los hombres la tersa y tibia piel de las mujeres. Estos incendios de lujuria eran una gravísima ofensa al Señor, gritaban fogosos predicadores en plazas y caminos, a veces también en iglesias y catedrales, e incluso, en ocasiones, en palacios nobles, donde los acogían las piadosas cortesanas que vivían con temor su belleza por los efectos devastadores y pecaminosos que causaba sobre el sector macho de los fieles. Les decían que su belleza era el origen del pecado.
PARA ALGUNOS predicadores, el lince de Beocia era una parte fundamental del éxito de sus mensajes tremendistas. Este animal tenía unos ojos tan luminosos que traspasaban la piel y podían ver el interior de los cuerpos. A los predicadores no les preocupaba lo que había en el interior del cuerpo de los hombres: les fascinaba contar lo que envolvía la hermosa piel de las mujeres. Les gustaba manosear verbalmente la belleza superficial de esas pieles, para centrarse después en lo sustantivo de su discurso.
Si hacemos caso de n gran historiador de la edad media, el holandés Johan Huizinga, los ejes básicos de la predicación eran variaciones sobre el mismo tema. Uno de ellos era el de la fealdad interior. Les repetían que los ojos del lince no se paraban en el exterior, sino que entraban dentro, y en aquel momento tenían la certeza de que la belleza del cuerpo estaba solo en la piel, pues si los hombres viesen lo que hay debajo de ella, como lo veía el lince de Beocia, sentirían asco a la vista de las mujeres. Su lindeza consiste en mucosidad y sangre, en humedad y bilis. Y, seguían diciendo, el que considera todo lo que está oculto en las fosas nasales y en la garganta y en el vientre encuentra por todas partes inmundicias. Y si no podemos tocar con las puntas de los dedos una mucosidad o un excremento, ¿cómo podemos sentir deseo de abrazar el odre mismo de los excrementos?
EL MENSAJE era terrible, cargado de dramatismo, porque llamaba directamente a la mujer odre de excrementos. Lenguaje vomitivo. Decían con toda claridad que el motivo de predicaciones tan extremadas era el de trasladar a las conciencias, a las de los fieles y lo menos fieles, el temor de Dios. Que vivieran en el temor de Dios. Las gentes les escuchaban compungidas, con lágrimas en los ojos, pero también sabemos por las crónicas de la época y del mismo Huizinga que sumaban multitud los hombres y mujeres que se revolcaban con apasionado desenfreno. Incluso hay testimonio de que alguno de esos predicadores se entregaba fogosamente a tales revolcones. Los sermones iban por un lado y su vida, por otro. Hacían el pan con otro trigo.
Mientras el secretario de la Conferencia Episcopal, Juan Antonio Martínez Camino, miraba las pruebas del famoso cartel del niño y el cachorro del lince, en la ciudad brasileña de Recife unos médicos, a petición de la madre, interrumpí- an la gestación de una niña de 9 años embarazada como consecuencia de las repetidas violaciones por parte de su padrastro, que, casualmente, era el único que decía que quería que los niños nacieran. Los médicos diagnosticaron que ese embarazo destrozaría los órganos de la madre, que no estaban desarrollados para llevar adelante la gestación, y que peligraba seriamente la vida de los tres. El arzobispo de Recife, Cardoso Sobrinho, hizo pública la excomunión de la niña, los médicos y la madre de la niña. Estalló el escándalo, y monseñor replicó que era su deber alertar al pueblo para que viva con temor de las leyes de Dios. Lince y temor de Dios. Un cóctel medieval.
MIENTRAS hacían el cartel del lince, David nacía en Sevilla seleccionado genéticamente para poder curar a su hermano Andrés de una enfermedad hereditaria que le condenaba a un drama vital y a una muerte segura. Lo curó. Una vida que salva a otra vida. Y el monseñor que presentó con irritada piedad el famoso cartel dijo que para que naciera David habían matado a varios hermanos. Se refería a los embriones. Habría que decirle a monseñor lo que escribió el profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas Jesús Mosterín: "Una bellota no es un roble, una oruga no es una mariposa y un embrión no es un niño".
Sobre el aborto, que es un drama siempre, había que hablar, reflexionar y prevenir, nunca insultar, acusar y descalificar. No vivimos en una época en la que crezca mucho la siembra del temor de Dios, a pesar de los linces.
*Periodista
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