La evolución del gótico
Al entrar en el XIX, indiscutible siglo del romanticismo, con su individualismo y su melancolía, nos encontramos con un nuevo tipo de literatura gótica, mucho más complejo y evolucionado que el precedente periodo. Frecuentemente encontramos referencias a una nueva denominación: relato fantástico o relato maravilloso. Es en este tipo de terror en el que la ambientación de Ravenloft está inspirada.
Lo que en un principio eran cuentos con el objetivo de asustar y sorprender por igual, sin perder las características anteriores, se complican ahora con un nuevo elemento: la presencia del Mal como algo palpable.
En la novela gótica precedente el Mal también existe, encarnado en un malvado tirano, en una extraña maldición familiar, en un horrible monstruo o en un terrorífico fantasma. Sin embargo, estos casos pueden ser considerados meros elementos escénicos cuando se los compara con los antiheroes que impulsan las nuevas tramas góticas.
A pesar de ser las encarnaciones del Mal, los antiheroes poseen algunas partes atractivas, algunas virtudes que los acercan a la humanidad, algunas emociones y deseos que los hacen terriblemente familiares. De esta contradicción surge el horror. El monstruo de Frankeinstein, creado por Mary Shelley, es una horrible criatura asesina y con gran amargura interpela a su creador, el cual le ha rechazado desde el mismo momento en que abrió los ojos: Yo era bondadoso y bueno, la miseria me convirtió en un monstruo. Hazme féliz y seré de nuevo virtuoso. ¿Quién es más malvado, el monstruo o el doctor que lo ha creado?
Otra de las características del elemento maligno de la novela gótica es la sutileza. El Mal nunca aparece bruscamente, sino que se enmascara en las sombras que produce el relato gótico. Es algo siniestro y desconocido, un misterio que debe ser desentrañado por los protagonistas. En el Drácula de Stoker, el conde no se nos aparece como el malvado vampiro hasta bien avanzada la novela.
Por supuesto, este elemento maligno no tiene sentido si no se contrapone con el Bien, encarnado por el (los) protagonistas, el héroe gótico, y, con mucha frecuencia, la víctima del villano. El heroe lucha contra las fuerzas del mal, que no solo le atacan en cuerpo y alma, sino que le tientan con abyecta inteligencia y tiene que sobrevivir a la noche (no siempre en sentido literal, a veces se trata de una oscuridad metafórica que anida en lo profundo del alma) hasta contemplar el nuevo amanecer.
Pero, tras el nuevo día, siempre llega un nuevo anochecer. El buen relato gótico concluye siempre con una sensación de pesar y melancolía, un amargo regusto que hace reflexionar al lector sobre si el héroe realmente alcanzó la victoria.
Conclusión
Hoy en día, en pleno cambio de siglo XX a XXI, en una época en la que las expresiones de terror predominantes se basan en la intriga, la impresionabilidad psicológica, la sangre y el coágulo, resulta díficil comprender como la literatura gótica pudo tener éxito como género de terror.
No hay que olvidar que una brecha de más de un siglo nos separa de aquella época y que las sensibilidades de la sociedad eran muy distintas a las actuales. La impresión causada por los sucesos sobrenaturales y la imposibilidad de la, por aquel entonces, incipiente ciencia para explicarlos fueron la clave de su éxito. En definitiva, la novela gótica surgió para combatir el llamado mal del Siglo de la Razón (el aburrimiento), mediante la búsqueda de sensaciones fuertes y no se trata sino de un preludio al brillante romántico que llegaría años más tarde.
Sin embargo, esta situación ya no se da en la actualidad. Es díficil que la novela gótica pueda producir en el lector un sentimiento de inquietud hoy en día. Sin embargo, este tipo de literatura sigue teniendo un gran valor por su colorista estética y el conflicto planteado entre el bien y el mal.
Es interesante hacer una comparación entre esta psicología del mal y la que apreciamos en la literatura (y cine) de nuestros días. Lo que resulta aterrador en personajes como Freddy Krueger o Jason Vorhess no es su compleja condición existencial o la sutileza con la que acechan a sus víctimas, sino la dura y fria realidad de que los protagonistas, por muy nobles o inteligentes que sean, no sobrevirán al inevitable golpe de hacha.
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