miércoles, 21 de enero de 2009

EN LA TELARAÑA DE SU PELO




Deseaba tanto poseerla que me olvidé de todo, incluso del consejo número treinta y seis del abuelo.
Llegamos a la ciudad después de una hora de camino. Estaba muy nervioso. Me sentí culpable y cobarde a la vez cuando la dejé en aquel pequeño restaurante mientras yo iba a trabajar unas horas, bueno, eso le dije y lo creyó. Salí por la puerta de atrás, en vez de ir a mi oficina tomé un taxi, me dirigí al hotel donde esperaba la otra mujer que había instalado desde hacía tres días. Otra que pensé era divina también. No medí la situación, no compaginé bien las fechas. Mi intención era ver a la Roja de día y a mi ángel de noche, creí que iba a poder dejarla en el departamento haciendo algo, leyendo, escuchando música, disfrutando del paisaje pero esa mañana que despertó en mis brazos no quise volver a apartarme de ella, sin pensarlo la invité a acompañarme a la ciudad. Mientras el taxista se peleaba con el tráfico yo iba elucubrando qué decirle a la Roja para excusarme por la ausencia de la noche anterior, el porqué no podría verla más que unos momentos. Cuando llegué al hotel se había marchado, una amiga mutua le había contado que yo estaba con otra, yo mismo la había enterado una semana antes en un alarde de machismo de la llegada de mi ángel. Me enteré que al no aparecer yo esa noche, la Roja llamó a nuestra amiga preguntándole por mí y ella le dijo todo. Se fue llevándose todas mis cosas, mi teléfono celular que le había dado a guardar, las botellas de vino tinto, una agenda, mi portafolio, documentos. Todo lo había dejado en el hotel para ir a recibir al tren a mi ángel y no se me hiciera tarde, dándole la excusa que tenía que hacer un trabajo urgente que solicitaba mi empresa fuera de la ciudad. No calculé que esto podía pasarme a mí, al experto en amores. Me mordí el labio inferior de coraje. ¿Cómo se me había ocurrido confiarle todas mis cosas?, debí llevarlas conmigo, no sabía que hacer. Tomé un taxi de regreso al restaurante donde me esperaba Ángela, la encontré leyendo un libro, le besé el cuello, volteó, me ofreció los labios y en ese instante se me olvidaron mis objetos perdidos y la Roja.
Decidí pasármela lo mejor posible. Tomé de la mano a mi nueva amante y la invité a conocer la ciudad.
Ya entrada la noche regresamos al departamento. Hicimos el amor como una mañana de verano en celo. Entré al baño. El teléfono sonaba. Corrió a responderlo, después de un rato la escuché decir: "Despreocúpese, yo le paso su mensaje". Al colgar se dirigió al closet. Empacaba sus cosas. Asombrado no podía detenerla, por vez primera no sabía qué hacer, qué decir, ¿Quién habría llamado?. Cuando me vio en el umbral de la puerta dijo: "¿Puedes poner música?, -sí-. Me dirigí a la sala cuando escuché cerrarse la puerta de la entrada. Salí corriendo, la detuve:
- ¡¿Qué pasó?!, dime, ¿Quién llamó?
- Ah, es cierto, se me olvidaba darte el mensaje. Dijo la Roja que todas tus cosas las fue a dejar a tu casa, que tu hija pequeña estaba enferma y que tu esposa está buscándote.
Ángela cerró la puerta del auto, encendió el motor, se frotó las manos y antes de partir me llamó, abrió un poco la ventanilla, me acerqué y me susurro al oído: -"Qué rico haces el amor”. Metí la mano al auto por el estrecho espacio entre la ventana y el toldo para acariciarla. Ángela cerró la ventanilla y arrancó el auto con furia.
Es verdad. Dejé una huella en su vida, más bien, mi dedo índice se quedó enrollado entre su pelo. Nunca he vuelto a escribir con la misma rapidez. La voz del abuelo retumbó en mi cabeza: “nunca despeches a una mujer.” Consejo número 36.
LINA ZERÓN

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