Ayer fue uno de esos días para recapacitar. Como sabéis el pasado Domingo falleció de cáncer uno de mis primos, (y ya van dos), pidió ser enterrado en el pueblo, y de buena mañana emprendí el viaje para darle el último adiós y reconfortar a su familia.
Ya os he contado alguna vez, que mi abuela parió once hijos, y estos a su vez engendraron una bandada de primos esparcidos por toda la geografía Ibérica.
Como acostumbra a pasar, solo nos reunimos en este tipo de ceremonias, para constatar lo viejos que nos hacemos, y que como dijo Calderón de la Mierda, “La vida es una barca”, besos, buenos deseos y el convencimiento de que la próxima vez que nos veamos será para otra celebración similar.
Ayer pude constatar algo que ya estaba percibiendo, pero hablando sobre el tema con mis primos, cada vez tengo más claro. La mujeres que sobrepasan lo ochenta años, están sanas, fuertes, son madres a las que quizás les tocará enterrar algún hijo, en cambio nuestras parejas, la mayoría sufren enfermedades, están agotadas…
¿Que es lo que estamos haciendo mal?, las mujeres de mi generación han luchado como fieras paras sacar adelante a nuestros hijos, han peleado por ser reconocidas profesional y socialmente, y han escalado peldaño a peldaño la empinada escalera de la realización personal …pero ¿a que precio?.
Ayer vi mujeres luchadoras, tocadas pero no hundidas, de rostros agotados, pero mirada altiva, que se niegan a arrojar la toalla, la vida ha sido dura con ellas, nadar contra corriente acaba agotándote y a veces terminas arrastrado por los remolinos.
Nunca he sido de los que se dejan arrastrar, de hecho tengo la piel hecha jirones de los batacazos de rápidos y olas, pero cuando veo a esas mujeres octogenarias, con los ojos vivos, dulces, y el cuerpo erguido, cuando veo a esas madres enterrar a sus hijos en la flor de la vida, me pregunto. ¿No estaremos equivocados? ¿No estaremos vendiendo el alma al diablo por unas migajas de éxito o de dinero?.
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