martes, 23 de diciembre de 2008

¿PORQUÉ DEJO QUE ME PEGUE?


La palabra maltrato es mencionada por los medios de comunicación como forma de definir una situación en la que la mujer permite durante años vivir completamente sometida a una persona. Cada vez que aparece una mujer asesinada o lesionada en manos de su marido todos nos estremecemos, pero también es verdad que nos preguntamos “por qué deja que le haga eso”. Estos pensamientos surgen en más de una ocasión en las personas que actuamos como observadores, expresiones como “yo no permitiría nunca que nadie me diese una bofetada” surgen inmediatamente después de que nos enteramos que se ha producido una nueva agresión de violencia doméstica.

Todos estamos de acuerdo en que, generalmente, la mujer es la víctima y el marido el agresor, pero cuando criticamos a la víctima por haber aguantado esa situación, lo que estamos haciendo es volver a agredirla, la estamos convirtiendo nuevamente en una víctima.
A continuación voy a intentar esbozar brevemente el por qué una mujer, que aparentemente no tiene necesidad alguna de aguantar estas situaciones, lo hace. En ello han influido diferentes factores: el entorno familiar en el que la mujer creció, el nivel de autoestima que posea, el apoyo familiar que recibe, la percepción que tenga de las relaciones de pareja y la sociedad en la que viva.
Intento que comprendamos a las víctimas de agresiones domésticas, que las apoyemos y que no les exijamos conductas y actitudes que bien no han aprendido o que no las saben aplicar.
Si nos fijamos bien, este tipo de agresiones van asociadas a las relaciones amorosas por lo que la forma en que ellas perciben este tipo de relaciones es diferente a otras mujeres. La víctima percibe las relaciones como amor romántico. El amor romántico se ha inculcado en la educación de las niñas, las adolescentes y las mujeres en general. Desde las telenovelas pasando por los millones de novelitas “rosas” siempre encontramos la misma estructura: conquista, amor deslumbrante, apasionada entrega interrumpida por terribles desencuentros, malentendidos, obstáculos de todo tipo, impedimentos gravísimos y, después de grandes sacrificios y transformaciones, llega el final, donde todo se aclara y se encamina a una gloriosa felicidad. Las ideas acerca de este tipo de amor que nos han inculcado se caracterizan por:

- La entrega total.
- Hacer del otro lo único y fundamental de la existencia.
- Vivir experiencias muy intensas de felicidad o de sufrimiento.
- Depender del otro y adaptarse a él, postergando lo propio.
- Perdonar y justificar todo en nombre del amor.
- Consagrarse al bienestar del otro.
- Estar todo el tiempo con él.
- Pensar que es imposible volver a amar con esa intensidad.
- Desesperar ante la sola idea de que el cónyuge se vaya.
- Sentir que nada vale tanto como esa relación.
- Pensar todo el tiempo en el otro, hasta el punto de no poder trabajar, estudiar, comer, dormir o prestar atención a otras personas “no tan importantes”.
- Prestar atención y vigilar cualquier señal o signo de altibajos en el amor o el interés del otro.
- Idealizar a la otra persona, no aceptando la existencia de ningún defecto.
- Sentir que cualquier sacrificio es poco si se hace por amor al otro.


A esta forma de concebir el amor, le sumamos una autoestima baja o desvalorización. Muchas circunstancias familiares responden a un contexto social estructurado a partir de la inferioridad y marginalidad de la figura femenina. Se establece un círculo vicioso en el que las experiencias negativas vividas en la familia se intensificarán por los factores sociales y culturales que establecen la discriminación de la mujer. La familia es un pilar fundamental en el fortalecimiento de la autoestima en cualquier niño. Si la familia no ayuda al niño a que desarrolle adecuadamente su personalidad, y que no crezca creyendo en él mismo; cuando el niño/a sea adulta irá arrastrando el sentimiento de inferioridad ante los demás y justificará positivamente las acciones de los demás hacia él/ella.
Esta forma de menoscabo de la propia persona se encuentra incorporada a la personalidad como secuela de la crianza, propiciada por un contexto social en el que la mujer ocupa un lugar secundario. A todo esto, como hemos comentado anteriormente, se agrega el concepto de amor romántico, con su carga de altruismo, sacrificio, abnegación y entrega, que se les enseña a las mujeres desde que nacen a través de múltiples canales por los que se filtra la cultura vigente. Algunas de las vivencias de una mujer de baja autoestima son:


- Se siente inferior y cree que los demás son más inteligentes, más capaces o tienen más suerte.
- Se compara siempre de manera negativa con los otros.
- Se siente perdida, abandonada e inútil aunque obtenga elogios, premios y títulos.
- Se tiene desprecio y duda siempre de sí misma.
- Cree que no puede bastarse a sí misma y que nadie le prestará atención, ni le dará trabajo ni la oportunidad que necesita
- Se siente insignificante, fea, frágil, desvalida, defectuosa, muy gorda o muy flaca, pero siempre mal.
- No se cree digna de que la amen y la acepten tal cual es.
- Aunque triunfe, siente que está engañando a la gente y que en cualquier momento descubrirán que no sabe nada o no sirve para nada.
- Admite todas las críticas y los rechazos que recibe como si los mereciera o fueran todos justos.
- Se retrae, se paraliza y se queda “en blanco”, sin conseguir expresarse en las situaciones en que se siente examinada o enjuiciada.
- No se atreve a reclamar lo suyo, ni a defender sus derechos y necesidades. - Creer que todos la miran y están pendientes de lo que hace o que pueden adivinar sus pensamientos.
- Se siente vacía y sola.
- Siempre escucha a los demás, pero no tiene con quién hablar de sí misma.
- Tiene que dar todo, prestar todo, ser buena con todos.
- Está siempre atenta a satisfacer a la madre, al marido, a los hijos, creyendo que así la van a querer más.
- Nunca está satisfecha por su apariencia por más que se esfuerce.
- No sabe qué le gusta, qué prefiere, qué opina o qué piensa a cerca de las cosas.
- Se autorreprocha e insulta por cada error, equivocación u olvido.
- Siente culpas irracionales. Se cree agresiva y pide perdón por todo.
- No acepta elogios, disimula sus virtudes y enumera sus defectos.
- No expresa su enfado, ni se atreve a contradecir a nadie.
- No puede pensar en sentarse o distraerse, pues se siente culpable o en falta respecto de sus obligaciones.
- Vive temerosa de mostrarse sucia, de tener mal olor, de estar arrugada, de que su ropa la deje en ridículo o de hacerse notar por algo.


Cuando una persona se siente capaz y valiosa porque ha sido aceptada desde que nació, puede reconocer su derecho al respeto y a la defensa de sus necesidades. Se siente dispuesta y capaz de afrontar los problemas. Se permite equivocarse, aprender, rectificar y seguir adelante sin sentir desconfianza de sí misma. Cuando le va bien disfruta y se siente contenta consigo misma, pues tiene conciencia de que posee méritos legítimos.


Podemos decir que una persona así tiene una buena autoestima. Confianza y respeto por la propia persona son la base de la autovaloración positiva. Está centrada en un sentimiento que expresa la valoración y el conocimiento de la capacidad y de las cualidades personales reales, incluyendo una evaluación no exagerada de sus limitaciones o defectos humanos.
Cuando nuestra individualidad, con sus rasgos, sus proyectos y sus ideas, deja de ser el eje de nuestra vida para que otra persona ocupe totalmente ese lugar, se produce un desequilibrio y un vacío interior, la anulación de la personalidad y la gestación de una enorme dependencia. Todo lo que dice, hace o piensa el otro pasa a ser vital para nuestra seguridad. La extrema necesidad de aprobación y la esclavización espiritual y hasta física (“no salgo por si llama justo en ese rato”) llevan a un estado de inquietud permanente. Todo se vuelve amenazante para ese amor dependiente (¿y si él se cansa, se aburre, compara, descubre…?).
En este sentido, el hombre violento también es dependiente de su esposa. Su baja autoestima le lleva a controlar todo lo que ella hace, pues se siente inseguro de que lo quiera y lo acepte por él mismo. De ahí que utilice todas las técnicas de abuso emocional para socavar la autoconfianza de la mujer, haciéndole creer que no puede arreglárselas sola y que es una inútil.
Las mujeres involucradas en estas situaciones, impulsadas por su desvalorización, no perciben la humillación que implica el esfuerzo de intentar arrancar amor, interés o cuidados auténticos a quien no puede o no quiere darlos o sentirlos. Por eso, esas mujeres en vez de protegerse, perseveran: “si supiera qué le está pasando; si lo pudiera ayudar más; si me esforzara por ser mejor y darle todos los gustos”.
Si tomamos entonces las circunstancias familiares, les agregamos el estereotipo femenino de la tolerancia, la pasividad y la sumisión, complementario del masculino de la actividad, la independencia y el dominio, y juntamos todo con la imagen cultural del amor romántico, estaremos en condiciones de comprender mejor cómo se llega a ser una mujer maltratada y por qué es tan grande el número de ellas en todas las sociedades que sustentan tales pautas. La mujer maltratada no es una enferma o una persona masoquista, sino un ser humano que, al fin y al cabo, no ha pretendido más que ajustarse estrictamente a lo que la sociedad y la institución familiar le han inculcado y han exigido de ella.
Por todo ello, aceptemos nuestra responsabilidad como miembros de una sociedad intolerante, impulsemos la co-educación, rebelémonos ante las leyes y la permisividad social, colaboremos activa y diariamente en un cambio social, y evitemos el victimismo y el ataque continuado que recibe una víctima por la sociedad.

Rocío Toledo
Licenciada en Psicología


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