Tuve una infancia rodeada de gente, tíos, abuelos, primos. Mi casa siempre fue el centro de acogida de aquellos familiares que llegaban a Barcelona procedentes del pueblo.
Me encantaba escuchar sus historias, mis tías me contaban cuentos, mis tíos las aventuras de la mili, pero lo que más me gustaba era escuchar a mi padre. El poco tiempo que pasaba con nosotros, me hablaba de su infancia en el pueblo, de sus padres, de sus hermanos, de sus abuelos. Gracias a él conservo recuerdos imborrables que de otra forma se hubieran perdido en el olvido. Me enseñó a comprender la dura vida rural de los años treinta, la tragedia de la guerra civil, el poder del esfuerzo y la voluntad.
Mi abuela, en el pueblo nos contaba alrededor de la lumbre sus batallas por sobrevivir en un mundo hostil cuando la miseria y el racionamiento, asaltaban sus graneros y les llevaban lo poco que tenían. El abuelo era un ser entrañable, le respetábamos pero a la vez le queríamos, intuíamos que detrás del gesto severo, se escondía un gran corazón.
Nuestros hijos han sido el eslabón perdido, la tv sustituyó las sobremesas y las veladas en familia. A nadie le interesa escuchar las “batallitas” de los mayores , y los viejos van siendo relegados al olvido, al ostracismo o al asilo. Estamos perdiendo el dialogo, la comunicación intergeneracional. Les regalamos consolas, videojuegos, televisores panorámicos, mundos virtuales que les aíslan del mundo real, y les sumergen en sociedades sin ética y sin valores.
Todo vale para hacer dinero, el éxito es la meta y el camino, la tv nos machaca con programas basura que corrompen los valores del esfuerzo personal y pisotean la dignidad humana.
Si no sabemos apartar a tiempo a las jóvenes generaciones de tan nefasta influencia, lo pagaremos muy caro, las agresiones salvajes a profesores y compañeros, el fracaso escolar y le brecha familiar son los primeros síntomas de lo que puede suceder en un futuro inmediato si no lo reconducimos a tiempo, y me temo que no va a ser así..
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