Nos equivocamos a menudo. Y vamos tirando, desencaminados.
Llevamos tiempo anhelando una vida más tranquila, con espacios abiertos y ratos para la lectura o para los niños. Una vida con posibilidades domésticas, con plantas y paseos al sol. Y sin embargo no hacemos más que trabajar, dale que te pego, ahogados en monedas. Y justo cuando parece que por fin vamos a tomar la decisión definitiva, nos ofrecen un incentivo a cambio de otras horas, y volvemos a caer. Quién sabe si acertadamente.
Queremos separarnos, soltar lastre, volver a volar en soledad y no tener que pactar nuestro tiempo con el otro, tan gastado. Y en ese momento es cuando resolvemos compartir piso, comprar una casa conjunta, un embarazo nuevo. Y a lo mejor hacemos bien.
O no, o queremos dejar de una vez tanto silencio y encontrar pareja, agarrarnos con uñas y dientes a esa nueva presencia que promete futuro jugoso. Pero a la vez que nos lo confesamos, elegimos dejarlo pasar de largo, no arriesgarnos a un nuevo zarpazo. Quizás atinadamente.
Acumulamos equivocaciones que también tienen parte de acierto. En el error está la posibilidad de acertar en otra ocasión, más adelante, desde otro punto de madurez.
Pienso en aquel que, tras años deseando cambiar la ciudad por el campo, cuando al fin lo ha conseguido se pregunta esta noche de otoño, con el primer fresco serio, ¿pero de verdad quería, por esto he estado suspirando tanto? Y siente la uña de un escalofrío.
Cristina Fallarás
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