Es conocida la anécdota atribuida al filósofo presocrático Diógenes de Sínope. Diógenes era un hombre peculiar. Se le describe como un personaje que iba por el mundo vestido con harapos cuando no desnudo, y envuelto en un tonel de madera en el que dormía y se protegía de las inclemencias del tiempo. De noche acostumbraba a ir por el mundo con un farol encendido con el que intentaba buscar a un ser humano que moralmente valiera la pena. Cuentan que Diógenes se encontraba recostado en la escalinata del gimnasio de Corinto cuando se le acerco el rey Alejandro Magno. "¿Quién eres tú?", le pregunto el rey sin apearse de su caballo. "Yo soy Diógenes, llamado el Perro. ¿Y tú?" "Yo soy Alejandro, conocido como el Grande. Pídeme lo que desees y te lo daré". Y Diógenes, sin ni siquiera mirar al rey, le dijo: "Pues apártate, que me tapas el sol". La historia de Diógenes no se acaba aquí. Su carácter estoico le llevó a vivir hasta los 90 años. Y cuentan que se suicidó por el expeditivo e imposible método de contener la respiración. Falso. A los 90 años de la antigua Grecia cualquier cosa podía provocar la muerte, incluso al más estoico de los filósofos.
Pero las cosas han cambiado. Sabemos que vivimos del aire. Pero, por lo visto, también vivimos del peligro. Un niño de 9 años jugaba al estrangulamiento voluntario en una extraña competición de contener la respiración con una toalla arrollada al cuello. El juego de la apnea voluntaria forma parte de la tradición infantil de la competición. Incluso algún anuncio de televisión nos ha mostrado la imagen de un niño congestionado imitando sin respirar el ruido del motor del coche de papá. Y Nagisha Oshima, en su legendaria película El imperio de los sentidos, nos mostraba la falta de aire como un plus del placer sexual interrumpido definitivamente por la muerte.
El caso de los niños que juegan a contener la respiración es un síntoma del placer de coquetear con la muerte. Nos sorprende, porque en esa interrupción del aire de la vida no hay otra herramienta que la voluntad y la convicción del "yo controlo". Demasiadas muertes precoces se han producido tras estas últimas palabras. "Yo controlo", cree el deportista inexperto. "Yo controlo", afirma el toxicómano insensato. "Yo controlo", debió creer James Dean antes de chocar con su Porsche contra otro vehículo. No en vano había sobrevivido a la carrera de coches de Rebelde sin causa. La ficción no debería ser el manual de instrucciones de la realidad. A veces se escucha por nuestras calles a una madre superada que le grita a su niño: "¡Si te caes, te mato!" Por supuesto que es solo una forma de hablar, pero hoy la idea de la muerte se nos ha frivolizado hasta el punto de que la muerte es un estado de notoriedad. Y la supervivencia es el estado de excelencia en un mundo demasiado frágil. Por arriesgarse que no quede.
¿Por qué los jóvenes creen que la muerte solo existe en los otros? ¿De dónde viene ese galanteo con el peligro si no del peligro de no existir en el ámbito social? "Apártate, que me tapas el sol", le dijo el filósofo a Alejandro en su peculiar duelo de reyes. Estamos enseñando a nuestros hijos a renunciar a la sombra y para eso necesitan el aplauso de la tribu. ¿Hay algún éxito mayor que el de regresar de las fronteras de la muerte?
JOAN BARRIL
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