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viernes, 20 de junio de 2008
ETERNAMENTE VIRTUOSA
Me dejé llevar. Fue un momento debilidad. Comenzaste a besarme cariñosamente en los labios, luego apasionadamente en el cuello hasta que las caricias se convirtieron en un intercambio de deseo mutuo. Entonces dejé que de a poco tocaras mis muslos por debajo del vestido. Pero en medio del arrebato de pasión asomó la vergüenza, y entonces asustada tome tus manos y las apoyé sobre mi falda, donde pudiera verlas. Pero tus labios tenían un efecto poderoso que lograban hacerme perder el pudor. Descubriste mis senos y comenzaste a acariciarlos, con la misma técnica con la que me habías besado. Primero delicadamente, para segundos después darle rienda suelta a la pasión. Entonces los apretabas hasta donde sabías que el placer se convertía en dolor; y allí te detenías para volver a empezar. Te sacaste la camisa, y aunque me debatía entre mis deseos y los prejuicios, dejé que me quitaras la ropa simulando una estúpida resistencia que te animaba a convencerme para que te dejara desvestirme.
Y así, desnudos y desprejuiciados, despojados tanto de ropa como de vergüenza dejé que me recostaras sobre la cama de aquella húmeda habitación de ese hotel de mala muerte.
Tu lengua recorría cada rincón de mi cuerpo encendiéndolo, despertándolo... La habilidad con la que tus dedos fácilmente encontraban el lugar donde llegaba a estremecerme se contraponía con la torpeza de mis manos inexpertas, que dóciles esperaban que las guiaras con las tuyas a alguna parte desconocida de tu cuerpo...
Sabía que llegaría el momento en el que me tomarías, y con la autorización de un permiso casi implícito a causa de la desnudes y los besos de común acuerdo, me arrebatarías mi virginidad. Ya no podría reclamarte nada. En un segundo aquello que había guardado como un tesoro se lo daría como una ofrenda a aquel hombre, que con apasionada obstinación recorría mi cuerpo con su lengua y sus dedos.
Pero la duda llega en los peores momentos. Nunca con anticipación, con un tiempo prudencial para dejarnos pensar. Y la duda llegó, en el peor momento.
Me incorporé tan rápidamente que no te di tiempo a que me sujetaras para impedir que me levantara. Con la promesa de regresar pronto te abandoné allí tendido en la cama con una expresión mezcla de confusión y odio.
Me encerré en el baño. Tomé un toallón y cubrí mi cuerpo avergonzado y aún sacudido por tantas sensaciones desconocidas. Me lavé la cara con el agua turbia y helada que salía del lavamanos y comencé a pensar como escapar de aquel lugar resguardando aquello que era mío y que no estaba dispuesta a dar. Podría haber entrado nuevamente a la habitación para explicarte que no era el momento, que no estaba segura, que necesitaba tiempo; pero unas cuantas caricias tuyas me hubieran devuelto a la cama sin más.
Observé la ventanita entreabierta ubicada frente a la ducha y luego de un rato de cálculos a ojo me convencí que podía pasar por aquella abertura. Primero las piernas, luego me sentaría sobre el marco, apoyaría los pies y una vez afirmada deslizaría lentamente el resto del cuerpo. Después era cuestión de tomar el primer taxi que pasara y huir lejos y avergonzada, lo más rápido posible.
Golpeaste la puerta del baño. Ante la falta de respuesta de mi parte intentaste abrirla, pero yo había tenido la precaución de cerrarla con llave. Me preguntaste varias veces si me sentía bien, si me pasaba algo... Me mantuve en silencio acrecentando tu incertidumbre, entonces comenzaste a forcejear con la manija. Acorralada pasé rápidamente las piernas al otro lado de la ventanita. Me senté sobre el marco y me deslicé para hacer pie.
Un golpe seco y terminante se fundió con los gritos desesperados de los casuales transeúntes y el ladrido de los perros. Derribaste la puerta con una brutalidad masculina sensual en esencia, pero la prueba de tu virilidad llegó a destiempo. Mi cuerpo desnudo, aún virtuoso, se encontraba tendido e inmóvil sobre la acera.
Cintya Lepere
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