Miro el agua de la ducha que se escurre por el drenaje, pero no veo ninguno de mis problemas colarse por ahí por más que he intentado transpirarlos con los ejercicios. Salgo del área de duchas del gimnasio con la toalla en la cintura, el encargado del baño me saluda y me dice que tengo una llamada. “¿Quién es?” - le pregunto. “Una mujer” - me responde. Sería inútil preguntarle si le había dicho que yo estaba, ya con su primera respuesta era obvio que sí.
Contesto el teléfono, es ella. Hace casi un mes que la vengo evitando, ha dejado recados en mi casa, y tengo sus llamadas perdidas en mi celular. Quiere que nos encontremos para conversar, le digo que estoy un poco ocupado, que hoy no podré. Me responde que no hay problema, que me esta llamando del estacionamiento del centro comercial, sí, justo aquí debajo de mí, que está estacionada al costado de mi auto.
Así que mientras me visto, pienso en como evitar esta conversación. Solo le diré que este fin de semana de todas maneras nos veremos y que ahí podremos conversar, que no hay nada urgente de mi parte por contar. No hay forma que ella sepa lo que está pasando.
Me duele un poco la espalda, tal vez esté cargando demasiadas cosas en mi maletín de deportes. Bajo la escalera hacia el estacionamiento y repito mentalmente el discurso, ahora para que sea infalible he agregado que tengo que ir a realizar unos trámites urgentes al banco.
Nos saludamos, y repito como un autómata mi diálogo. Me pregunta en qué banco, le respondo, me dice que en la esquina del centro comercial hay uno, y que mientras espero que me atiendan podemos conversar. Me siento como un niño ocultando su libreta de notas tras su espalda. Meto mi maletín en la maletera de mi auto, a pesar de eso aún siento una carga en mi espalda.
- ¿Hay algo urgente que quieras contarme? – le pregunto, como para despistarla.
- El que tiene algo que contarme eres tú.
- Yo no tengo nada que contar.
- No soy cojuda.
Se queda mirándome, de esa manera inquisidora, y sé que ya no podré escapar más. Comienzo a soltarlo todo, como borracho en un confesionario. En cierto momento se me quiebra la voz, pero nunca he llorado ante ella, y hoy tampoco lo pienso hacer.
Me dice que ella presentía que algo malo pasaba, pero que está bien, que a pesar de todo ella estará siempre para apoyarme. Me besa en la mejilla, y en eso voltea hacia su izquierda, ha reconocido a alguien.
“Hola Maricuchi” – le grita a una mujer que está entrando a un auto cercano. “Hola flaca a los años, ¿qué haces?” – le responde. “Acompañada de este guapo”. “¿No me lo presentas?”. “No, porque es mío”. Terminar de decir eso y me abraza.
Se despiden de lejos con la mano. Yo me he sonrojado, como lo hago siempre cuando ella hace eso. “No vuelvas a hacer eso, mamá” – le digo.
Ella sonríe y me vuelve a besar la mejilla. Me molesta saber que ahora mis problemas también son suyos, y ella con su mirada parece decirme que siempre lo han sido. Le doy las gracias, subo a mi auto, la presión sobre mis hombros ha disminuido. La miro parada frente a mí, si los problemas fueran kilos, ella cargaría sin dificultad esas pesas que yo aún no logro levantar en el gimnasio. Me pide que baje mi ventanilla, y me toca la frente.
Salgo del centro comercial. Si llegando a la esquina me arrollara un camión, la única parte de mí que no iría al infierno es esa área de piel en mi frente donde mi mamá, con su pulgar, me ha hecho la señal de la cruz.DAMIAN CARRILLO
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