No nos engañemos, los ejércitos están entrenados para la guerra y para realizar misiones de paz. En ambos casos defienden o atacan en nuestro nombre. Nos guste o no, es así. En el Estado moderno, el monopolio de la violencia le corresponde al Gobierno y su control, en las democracias maduras, al Parlamento. Así sucede con nuestras tropas en el Líbano y Afganistán. Pero ¿qué ocurre cuando quienes disparan son miembros de compañías privadas? ¿En nombre de quién matan? ¿A quién deben dar explicaciones? La guerra contra el terror parece tener munición suficiente para abrir capítulo nuevo cada semana. El último, el caso Blackwater, plantea algunas cuestiones de fondo como la privatización de la guerra o la impunidad de estas empresas.
Vayamos por partes. No es la primera vez que una firma privada aparece en las noticias como consecuencia de la guerra en Irak. Halliburton, de la que fue director el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, también ha sido objeto de crítica por los enormes beneficios que obtiene del conflicto. La guerra contra el terror ha generado tal pánico que hoy el negocio más boyante en la economía mundial es precisamente el de estas compañías privadas con licencia para matar. En Irak hay 17 como Blackwater o Halliburton. En total emplean más efectivos que el propio Ejército de Estados Unidos y todas están subcontratadas por la Administración de Bush. Según un estudio reciente, desde que se inició la guerra contra el terror en el 2001 hasta hoy, las ganancias de los directores de las 30 compañías de seguridad norteamericanas más importantes han crecido a un ritmo superior al 100% anual. En el mismo periodo, la subida media entre directores de grandes empresas ha sido del 6%.
La idea de privatizar el Estado no es nueva. En los 80, Margaret Thatcher y Ronald Reagan la difundieron con mesura, pero ahora, con los neoconservadores, se ha vuelto radical y ha llegado a la guerra. La responsabilidad del Gobierno ya no es dar la seguridad que la sociedad requiere, sino procurar que otros lo hagan. El paraíso de este nuevo capitalismo salvaje es Irak, pero, a la vista de lo que sucede, deberíamos preguntarnos a quién beneficia.
Con todo, el factor más preocupante de la privatización de la guerra es la impunidad. De las compañías que operan en Irak, Blackwater se ha ganado el prestigio de ser una de las más incontroladas y agresivas. Encargada de proteger diplomáticos, la lista de incidentes que ha protagonizado su nómina de mercenarios es interminable. Basta recordar el asesinato de un guardaespaldas iraquí por un empleado de la empresa bajo los efectos del alcohol. La embajada de EEUU se encargó de devolverle a su país, donde vive sin que nadie pueda reclamar justicia. La gota que colmó el vaso llegó el mes pasado, cuando empleados de esta misma compañía mataron a 11 civiles. Ante este nuevo acto de barbarie, el Gobierno de Irak prohibió la presencia de Blackwater en el país, y luego revocó esta decisión bajo una presión enorme. Los mercenarios podrán seguir actuando impunemente. Ningún empleado norteamericano puede ser juzgado en Irak y, al no depender de un código militar, tampoco hay jurisdicción en EEUU que pueda juzgar las actividades de estas empresas fuera del país. Con este margen de impunidad, la cuestión ya no es saber cómo se puede reconstruir Irak, sino si es posible con tanto cinismo.
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