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domingo, 11 de mayo de 2008
RELATOS QUE HACEN PENSAR (La inmensidad)
A orillas de un mar generoso se extendía un pequeño pueblo, de casas blancas y humildes. Sus habitantes eran gente humilde que vivía de lo que el mar les brindaba. Por las mañanas, antes de que saliese el sol, deslizaban sus barcas hacia las entrañas del océano y volvían al caer la tarde, con sus cestos llenos de pescado, unas veces más que otras, pero nunca de vacío, el dios de las aguas siempre les daba lo que necesitaban y las gentes del pueblo eran respetuosos con aquellas aguas que cuidaban de ellos.
Casi pegada a la arena había una casita muy pequeñita, la puerta de la calle terminaba con un escalón de piedra, ya gastado por el uso y los años, que se adentraba en la arena, dorada y fina de la playa. Por las tardes, cuando Juan volvía del mar, gustaba de sentarse con su hijo allí, frente a la inmensidad del mar, a contemplar la puesta de sol.
Cada día la naturaleza les ofrecía un espectáculo irrepetible. Los colores cambiaban según la estación en la que estuviesen, si estaba nublado o no, según el estado del mar… pero el milagro siempre ocurría, el sol se retiraba formando una explosión de colores y luces que dejaba a su paso una estela de paz y serenidad que llenaba el corazón de los que se paraban a observarlo.
A Juan le gustaba echar el brazo por encima del niño y así juntitos se contaban los pormenores del día, todo lo que había acontecido en sus vidas durante aquellas horas de separación, pero durante unos momentos, aquellos en los que sol se despedía y silenciosamente se adentraba en el horizonte, callaban y miraban, absortos hasta que la oscuridad comenzaba a reinar, entonces el padre le daba al hijo unas palmaditas en el hombro y le decía: ¡hala, vamos a cenar, que mañana hay que madrugar!
Aquel día el mar estaba un poco alborotado y las olas encrespadas hacían que el agua llegase cerca de donde estaban sentados dejando un camino de espuma. El niño, que tenía seis años, era curioso y siempre estaba haciendo preguntas a su padre. Preguntas que el hombre que jamás había ido al colegio, contestaba con el corazón, haciendo acopio de la sabiduría que el vivir le había ido concediendo. El niño, mirando las pequeñas gotitas de agua que se quedaban sobre la arena, le dijo muy serio a su padre: “papa, dime, nosotros ¿que somos?, ¿de donde venimos?, cuando morimos ¿donde vamos? El pobre hombre se quedo sorprendido, aquellas eran preguntas muy serias para un niño de esa edad, ¿que le podría contestar él, un pobre pescador sobre cuestiones tan complejas?, pero como le gustaba resolver siempre las dudas de su hijo, silencioso, miró el cielo hasta perderse en el horizonte, bajó la vista al mar y siguiendo las olas llegó hasta la orilla, a la arena donde las gotitas que se quedaban depositadas eran absorbidas por la arena, que volvía a ser bañada y alisada por la siguiente ola. Entonces, sin apartar la vista del horizonte, apretó al niño contra su pecho y le dijo muy serio: “Juanito, hijo, nosotros somos como el agua del mar, formamos parte de un gran océano que llamamos Dios, cada uno de nosotros somos una gotita de esa basta inmensidad. A veces Dios nos permite separarnos y al igual que las gotitas de agua que traen las olas, nacemos y durante unos breves instantes, que nosotros traducimos en años, permanecemos en la arena, disfrutando de nuestra individualidad, nos mezclamos con la arena de la playa, nos escondemos entre las piedrecillas, brillamos con la luz del sol, y al final de nuestra vida, cuando hemos experimentado todas estas aventuras, las olas vuelven y nos arrastran hacia dentro, mezclándonos de nuevo con el mar, con Dios, a esa vuelta, los hombre le llamamos muerte, le tememos porque no queremos abandonar la arena, la aventura de la playa, pero en cuanto estamos otra vez sumergidos en el océano nos alegramos de volver a formar parte de él.”
Juan se quedó callado, no sabía si su hijo habría entendido aquella explicación. Juanito rompió el silencio diciendo: ¿Sabes papá? Ahora sé que nunca estaré solo.
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