Desde el ático en el que vivo, soy capaz de meter mis narices en casi todas las viviendas del edificio que está enfrente de mi casa. Las ventanas que dan a la calle no tienen cortinas, ninguna de ellas.
Aunque en las mías sí las hay, nadie desde fuera puede ver lo que pasa dentro de mi casa, porque la altura del edificio no lo permite.
A mis vecinos de enfrente los conozco perfectamente, aunque no sé ni sus nombres, ni dónde trabajan. Sin embargo, yo les he puesto un apodo a cada uno de ellos. No son nombres propios, sino motes con los que yo logro identificarlos y distinguirlos.
Por mis nombres sé si trata del inquilino del tercero o el del segundo piso. A veces me cruzo con ellos en la calle, pero no son capaces de reconocerme, porque nunca me han visto y no pueden asociarme con el propietario del ático del bloque que está en frente de sus ventanas y que, cada noche, se siente involuntariamente invitado a entrar en su intimidad.
Todos ellos parecen llevar una vida muy sencilla. En las habitaciones que descubro tras mis cristales, apenas percibo la existencia de algún mueble.
No parecen tener nada que esconder, quizás por eso no necesiten cortinas. Sus vidas son más transparentes que la mía. No hay secretos que esconder, ni miserias humanas o materiales que disfrazar.
Se muestran tal y como son, y son algo de lo que puedo ver a diario. No lo hago por ninguna compulsión recóndita de voyeurismo que albergue mi corazón.
Los veo y sé que están todos allí. No necesitan de mí, pero quizás yo sí que dependa de ellos para saberme que no estoy solo en esta ciudad que parece engullirme a diario.
A veces he tenido la tentación de presentarme y declarar que por las noches, antes de que apaguen la luz he pasado por su lado y he besado sus frentes cansadas de toda una jornada de trabajo.
He querido enjugar el sudor de sus rostros para sentirme vivo y clausurar el día con la quimérica sensación de que me siento bien acompañado.
El susurro inaudible de un “buenas noches, que tengáis dulces sueños” termina por consolarme para que pueda volver a mis quehaceres, antes de entregarme en los brazos de Morfeo.
Mi ventana es indiscreta, pero mañana creo que quitaré también mis cortinas para ser tan diáfano como ellos. Ojalá que mi corazón así lo fuera en mi propia vida.
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