Uno de los principales objetivos de nuestra sociedad actual es conseguir las más altas cuotas de comodidad posibles, nunca vistas en alguna otra época de la humanidad. Así pues es cada vez más habitual recurrir a los túneles de lavado para dejar limpio un coche, a los pañales desechables que una vez sucios pasan a engrosar las escandalosas cifras de residuos recogidos a diario en todas las ciudades de las zonas pudientes de nuestro planeta, o a las bolsas de plástico destinadas a trasladar a nuestro domicilio ese simulacro de pan que ahora llaman baguet. Lejos quedan esos manguerazos que nuestros padres daban a sus coches, a los paños defecados que nuestros madres lavaban a diario o las bolsas de trapo con bordados a punto de cruz que las convertían en únicas y personales, colgadas unas detrás de otras en la panadería, con una barra de medio en su interior a la espera de ser recogidas por sus propietarios.
Estas altas cuotas de comodidad suelen tener sin embargo un coste medioambiental bastante elevado. Un oceanógrafo estadounidense alertaba hace pocas semanas del rápido crecimiento de una inmensa mancha de basura flotante detectada en el Pacífico, con un tamaño actual dos veces Estados Unidos, al que acertadamente bautizaba como “sopa de plástico”. Esta gigantesca acumulación de desperdicios resulta que está formada básicamente por partículas de plástico despedazadas por acción del agua y del sol, pero que sin embargo han conseguido formar una densa capa de basura que ahonda hasta 30 metros en algunas partes. Esta brutal acumulación, cifrada en torno a unos 100 millones de toneladas, probablemente se hayan concentrado ahí por acción de las corrientes marinas y resulta imposible de limpiar, dada su magnitud por el área que abarca. Afecta no sólo al ecosistema sino a la cadena alimenticia, ya que la vida marina ve como estas partículas de plástico entran directamente a formar parte de su dieta diaria.
Podríamos seguir con los apuros que está pasando nuestro Mediterráneo, pero como introducción probablemente ya sea suficiente. Vamos al tema: Tenemos un grave problema. Centrándonos en el tema que vamos a tocar hoy, el del plástico, intentemos profundizar en un acto tan cotidiano como es ir a hacer la compra y llevársela a casa con no menos de media docena de bolsas de este resistente y contaminante material. Esas bolsas las han hecho de plástico por varios motivos, los principales son porque soporta perfectamente el peso de la compra, son baratas y resistentes y no se alteran por acción del sol ni la humedad. Para que esas bolsas lleguen a la tienda o supermercado ha habido una fábrica que ha transformado la materia primera en plástico mediante diversos procesos industriales. Ha habido un proceso de impresión del logo de la empresa a la cual van destinadas y ha habido un transporte que las ha llevado a su destino. El cliente ha hecho uso de ellas y las ha desechado al llegar a casa. Esa bolsa puede que pase unos 500 años entre nosotros antes que llegue a degradarse, y todo esto, para dar servicio durante unos pocos minutos, horas a lo sumo. Absolutamente desproporcionado.
Muchas empresas han intentado estos últimos tiempos encontrar soluciones a la alta contaminación que supone la puesta en circulación cada día de toneladas de plástico en forma de bolsa. Las más ingeniosas proponen usar bolsas fabricadas con productos naturales que se degradan a los pocos días o semanas de haberse usado resultando totalmente inocuas para el medio. Otras empresas han conseguido añadir productos al plástico que permite controlar su degradación, alargándola hasta un máximo de 6 años. Todos estos inventos están muy bien pero no son la solución. Entre otras cosas porque supone un sobrecoste a la fabricación de estas bolsas ecológicas, sobrecoste que nadie quiere asumir. Hace pocos días la Generalitat de Catalunya, siguiendo el ejemplo de Irlanda o Taiwán, anunciaba que estaba estudiando prohibir la distribución gratuita de bolsas en los comercios y grandes superficies, haciendo pagar el coste de dicha bolsa al cliente. Puede parecer muy impopular pero desgraciadamente, y que nadie se enfade, donde no llega la educación de las personas sólo pueden llegar las imposiciones a través de las Leyes.
Y es que muchísima gente ha adquirido la horrible costumbre de pedir una bolsa por ínfima que sea la compra. Y lo peor, también es costumbre que muchos dependientes y dependientas directamente la ofrezcan, tal y como han hecho hoy cuando he ido a comprar una caja de Gelocatil. He decidido que dadas las medidas del producto, de que tenía el bolso de mi mujer cerca y de que en mi trabajo estoy harto de repartir bolsas a diario para gente que no las necesita, la iba a rechazar con un seco “no la quiero”. La mueca de la muchacha que me atendía ha dejado claro que no hay muchos que reaccionen de igual forma. Y es que desgraciadamente a los comercios les resulta impensable no ofrecer la dichosa bolsa con la compra, y desgraciadamente también, tampoco se rechaza. Si no la dieran argumentando que no tienen, los tacharían de rancios, si las cobraran muchos clientes no volverían jamás y si les sugirieran que fueran responsables y se metieran la caja de Gelocatil en el bolsillo podría ser que el asunto llegara a las manos.
Para el comercio encontrar soluciones no es fácil. Una bolsa bonita, translúcida, pintada a dos colores con el logo o nombre del establecimiento y de unas medidas normales puede no valer menos de cinco céntimos la unidad en cantidades de 1000, precio que se asume sea cual sea el importe de la venta. Es cierto que hay la alternativa bastante más ecológica de ofrecerlas de papel, pero son infinitamente más caras e infinitamente menos resistentes. Hay ramos en que pueden permitirse ofrecer una bolsa bonita de charol, con su cuerdecita y sus colorines, pero son aquellos que cuentan con márgenes comerciales aberrantes como tiendas de ropa o de calzado, donde no sólo pueden regalarte esa bolsa sino que podrían incluir además un fin de semana en Andorra. Las grandes superficies lo tienen más fácil, ya que las encargan a peso, en pedidos de varias toneladas. Gracias a eso disponen de un coste algo más reducido. Al pequeño comerciante le encantaría no tener que invertir en bolsas pero le restaría competitividad respecto a las grandes cadenas. Por tanto no estamos sólo ante un coste medioambiental sino que también estamos hablando de un problema económico, tampoco hay que negarlo.
La solución por tanto parece que queda bastante clara: Prohibirlas por Ley. Desde el comercio minorista no estamos pidiendo que volvamos a recuperar las costumbres de nuestros ancestros que iban con el botijo a buscar agua o con el cántaro al lechero. Ni pedimos tampoco que desde los Ayuntamientos hagan campañas de concienciación regalando miles de bolsas de trapo plegables con el logo “Yo reciclo” para substituir a las de plástico, porque eso ya lo han hecho, y los dos días, unos la acaban usando para guardar los juguetes del crío y los otros la acaban usando para limpiar los cristales del comedor. Lo que pedimos desde el comercio minorista, y probablemente desde las grandes superficies es que se prohiba la distribución gratuita de bolsas de plástico, pero ya. Que el cliente pague por la bolsa, pero no por su coste de fabricación y distribución, sino también el coste de recuperación y posterior tratamiento. Que a nadie le dé vergüenza ir a comprar con un cesto o bolsas de trapo. Lo que da vergüenza es lo otro.
VICENÇ de TODO POCKET PC.
1 comentario:
Hola Juan. Vengo a decirte que te he incluído en una lista de seis personas a las que tengo que desafiar a escribir un post sobre seis cosas sin importancia. En mi blog tienes las normas. Un saludo, Juan
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