El amor es un preciado tesoro que debemos defender a capa y espada o con uñas y dientes cuando es necesario, a veces incluso lo hemos de defender de nosotros mismos, de nuestra mala sangre, de nuestros temores, de nuestros recelos. Hay hierbajos infectos que arraigan en el amor como una mala hiedra hasta estrangularlo y dejarlo seco y exánime en un rincón del camino, y esos hierbajos han arraigado en nuestro corazón empujados por el viento de la duda y los miedos negros.
Cuando esto sucede, debemos regarlo con nuestras lágrimas, curar sus heridas con el bálsamo de la ternura, acunarlo en nuestro pecho hasta que recupere el aliento, a veces en silencio, a veces entonado el sortilegio de nuestras palabras. Lo que jamás debemos hacer es dejar pasar el tiempo “que todo lo cura”, el tiempo solo entierra a los muertos, pero las heridas sanan con manos amorosas podando los esquejes marchitos para que los nuevos brotes surjan frescos y lozanos, solo así conseguiremos que el árbol crezca fuerte y valiente, desafiando heladas y tormentas y que nos proteja del sol abrasador y de la gélida ventisca.
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