Hace años estuve en la India, más de los que me miente mi calendario mental.
Allí, un día que amaneció amenazando con ser más azul y caluroso que el anterior, estaba con
el resto de mi grupo dentro del autocar que nos llevaría a redescubrir otra maravilla para turistas por el interior de la India arquetípica: el estado del Rajastán.
Un trámite que nunca supe demoró la salida como unos 20 minutos mientras la temperatura, a pesar de ser sobre las 9 de la mañana, ya empezaba a subir. A través de la ventanilla, a mi izquierda, al otro lado de la calle, tuve la suerte de contemplar una interesante escena, uno de esos espectáculos que nos depara la vida a los que nos agradan estas cosas.
La gente atestaba una fuente pública. Se estaban aseando tras el despertar de una noche dormida en el raso de la calle.
Me fijé especialmente en uno de aquellos hombres. Aunque actuaban como un conjunto, de hecho no parecían tener conexión entre ellos más allá de estar haciendo lo mismo en el mismo lugar.
Se trataba de un hombre alto, delgado, entrado en años, algo menos de 60, si juzgué bien las arrugas de su cara. No padecía sobrepeso desde luego, pero tampoco parecía un hambriento. Se desnudó parsimoniosamente. Con la misma parsimonia empezó por una pierna, que puso bajo el chorro de agua, y sin jabón, recorrió con ambas manos hasta los pies en una especie de masaje con agua que se notaba aprendido y reiterado día a día. Así hasta completar el cuerpo.
Para finalizar, expulsó con las manos desnudas el sobrante de agua que le empapaba y se cubrió con una especie de camisa-jubón, blanca y larga. Sucia, pero sin llegar a ofender a la vista, bastante usada, casi harapienta.
Seguidamente lió el turbante a su cabeza y la parte final, sobrante de esa larga prenda, se la echó para atrás a la espalda, con una gracia, un donaire, que ríete tú de como dicen que se anudaba la bufanda Alberto Closas.
Se agachó para recoger su vara, que le servía a modo de largo bastón para ayudar el andar y con otro gesto, igualmente grácil, golpeó con ella el suelo y se plantó en medio de la calle con la mano derecha estirada encima de la vara mirando alternativamente a un extremo y otro de la avenida.
No es que estuviera desorientado. Lo que estaba era decidiendo, en ese momento, a dónde ir, por dónde comenzar noblemente la mañana, a dónde recalar al caer el día. Como cada día, como cada año, desde hace años, desde siempre.
Su rostro irradiaba como un halo de libertad. La postura de su cuerpo, casi solemne pero sin arrogancia, casi mesiánica, denotaba que el mundo entero le pertenecía, y a la vez, él pertenecía al mundo.
No he vuelto a percibir jamás esa personificación del concepto de libertad en nadie y eso que he conocido unos cuantos espíritus que pueden catalogarse de libres.
De natural nunca fui envidioso, pero esa libertad, esa dejación, ese poder sobre uno mismo y su destino a partir de la nada, desde entonces, siempre lo deseé para mí. Aunque sea brevemente.
OSCAR Pcdemano
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